Los días pasaban, pero la tormenta no cesaba. Los medios seguían exprimiendo el escándalo, alimentándose de rumores y especulaciones que crecían como malas hierbas en primavera. Los titulares gritaban teorías conspirativas, los comentaristas deportivos jugaban a ser detectives de sillón y las redes sociales se convertían en un campo de batalla donde cada usuario aseguraba tener información "exclusiva". Mientras tanto, las pruebas que podían aclararlo todo permanecían bajo llave, como si fueran el Santo Grial.
Yo estaba a punto de perder la cabeza, y el peso de las miradas de Thomas y Greg no ayudaba en nada. Estaban ahí, sentados como dos estatuas de mármol, observándome con una expresión de juicio que me hervía la sangre.
―¡Maldita sea, que no he probado ninguna droga!
Mi grito no los inmutó. Ni un parpadeo, ni una ceja levantada. Nada. Era como gritarle a un par de esfinges. Mi paciencia se evaporó al instante. Tomé mi gorra negra de los Yankees con tanta fuerza que casi la desgarré y salí de la habitación dando un portazo que seguramente se escuchó hasta en el Bronx.
Los pasillos de la sede de los Yankees estaban casi desiertos, pero el sonido de mis pasos resonaba con furia en el silencio. Mi determinación de enfrentar a cualquiera que cuestionara mi integridad era lo único que me mantenía en marcha.
Al entrar en la oficina del entrenador, contuve las ganas de soltar todo lo que llevaba acumulado estos días.
Sin decir una palabra, me lanzó un sobre blanco que golpeó contra mi pecho.
―Ábrelo.
Tomé el sobre con los dedos tensos y lo rasgué. Mis ojos recorrieron las líneas impresas, deteniéndose en la palabra clave: NEGATIVO.
―¿Necesita que repita lo que llevo diciendo desde hace días? No he tomado ningún estimulante.
Esperaba al menos una disculpa o algún gesto de alivio en su rostro. Pero lo que encontré fue otra cosa: una mirada pesada, como si supiera algo que aún no había dicho.
―Te creo. De hecho, siempre supe que era Hendriks ―su voz era tan seca como el desierto―. Al menos no perderemos el brazo de Turner ni a Domínguez.
Mi mandíbula se tensó al escuchar el apellido de Víctor.
―¿O hay algo sobre Domínguez que quieras contarme? ―preguntó con ese tono que usaba cuando ya sabía la respuesta, pero quería verme sudar.
Lo miré fijamente, sin pestañear. Si quería sacarme algo, iba a tener que cavar muy profundo.
―Por suerte, sé lo mismo que usted.
Me giré para salir de esa oficina infernal, pero su voz me detuvo antes de llegar a la puerta.
―No hemos terminado, Gardner.
Suspiré y me volví hacia él, aunque cada fibra de mi ser quería largarse de ahí.
―Estás fuera por lo que queda de la temporada.
El silencio se hizo absoluto. Hasta mi respiración pareció detenerse.
―Usted está bromeando, ¿verdad?
Connor suspiró profundamente.
―Qué más quisiera yo que esto fuera una pésima broma.
La rabia subió desde el fondo de mi pecho como una marea imparable.
―¡¿Qué mierda significa eso?! ―grité, mi voz retumbando como un trueno.
Antes de que pudiera lanzar otra palabra cargada de furia, Thomas apareció en la puerta.
―Kyle, cálmate…
Pero no podía calmarme. Todo lo que había construido, cada gota de sudor derramada en el campo, cada sacrificio hecho para llegar a donde estaba, se desmoronaba frente a mis ojos.
Connor aprovechó el momento para clavar el último puñal:
―No puedo hacer nada. En los ejecutivos circula que fuiste tú quien pasó los estimulantes a tus compañeros.
Quise responder, gritarle que estaban equivocados, pero no confiaba en lo que saldría si abría la boca.
Sin decir nada más, salí de su oficina. Y entonces lo vi.
Hopkins estaba de pie junto a uno de los ejecutivos, con esa sonrisa arrogante que siempre me había provocado arcadas. Sus manos se estrecharon con fuerza, como si compartieran un acuerdo silencioso.
Y ahí lo supe. No era una corazonada ni una sospecha. Era certeza pura.
Él había plantado la semilla de la duda en la junta.
Mi sangre hervía, y mis puños se cerraron tan fuerte que mis uñas se clavaron en las palmas. En mi mente, el escenario era claro: confrontarlo, exponerlo, destruirlo.
Voy a matarlo.
No pensé. No medí las consecuencias. Simplemente actué.
Antes de darme cuenta, mi puño aterrizó en la mandíbula de Hopkins.
El sonido fue glorioso, una mezcla entre el impacto y su jadeo de sorpresa. Lo vi tambalearse hacia atrás, como si el universo entero hubiera decidido darle una lección de humildad en ese instante.
―¡Por el amor de Dios, Kyle! ¿Qué acabas de hacer?