Era prácticamente un fantasma, atrapada entre las lujosas paredes de una suite que, en lugar de relajarme, parecían diseñadas para estresarme. Todo en el resort gritaba perfección: una mezcla de rusticidad acogedora y opulencia que te hacía sentir como si vivieras dentro de una revista de diseño de interiores. Pero para mí, todo eso era ruido.
Mi mente estaba demasiado ocupada creando escenarios apocalípticos en los que terminaba arruinada, sin una sola canción decente que ofrecerle a la disquera y con mi carrera reducida a cenizas.
Desde el momento en que puse un pie en Stowe, el miedo se había apoderado de mí. Había convertido mi suite en una jaula dorada, y yo era la prisionera perfecta: ansiosa, paranoica y con una imaginación hiperactiva que no sabía cuándo detenerse. La idea de ser reconocida y que alguien tomara una foto furtiva que luego terminara en las páginas de algún tabloide me aterrorizaba.
Pamela había confiscado mi teléfono. Según ella, era “por mi propio bien”, ya que leer noticias sobre mí no iba a ayudar en nada. Quizá tenía razón, pero eso no significaba que mi ansiedad fuera a tomarse unas vacaciones.
Y luego estaba la casa de mis padres. Solo pensar en ellos me revolvía el estómago. ¿Qué iba a decirles? “Hola, papá, mamá, estoy aquí porque mi vida es un desastre y necesito esconderme”. No, gracias. Prefería enfrentarme a una multitud de paparazzis antes que a sus miradas juzgadoras.
De repente, un estallido de gritos y risas rompió el silencio desde el exterior, sobresaltándome como si alguien hubiera disparado una alarma en mi cabeza.
Tan rápido como pude, fui hasta la inmensa ventana, aparté ligeramente la cortina y miré a través del vidrio.
El panorama era confuso. Una multitud se había reunido cerca de una inmensa camioneta negra estacionada frente a la entrada del resort. La gente llevaba cámaras y teléfonos en la mano, gritaban nombres que no entendí y se empujaban entre sí para acercarse más al vehículo.
―No están ahí por ti.
Di un salto tan grande que casi me estrellé contra la ventana al escuchar la voz de Pamela detrás de mí. Me giré rápidamente, sintiendo cómo mis mejillas se encendían al darme cuenta de que me había sorprendido en pleno acto de paranoia.
―¿Alguna vez vas a dejar de espiarme?
―Es difícil no espiarte cuando actúas como si estuvieras en la lista de los más buscados por la Interpol ―su tono fue seco, aunque un rastro de sonrisa se asomó en la comisura de sus labios―. En serio, Destiny, este lugar está blindado. Firmamos un contrato para proteger tu privacidad al máximo.
Sus palabras no hicieron mucho por calmarme.
―¿Por qué están ahí entonces? ―pregunté, volviendo mi atención al grupo que rodeaba el todoterreno negro.
Pamela dio un paso hacia la ventana y echó un vistazo rápido antes de responder con aire despreocupado.
―Según escuché, el propietario del resort tiene un hijo que juega béisbol. No sé exactamente quién es, pero parece ser alguien importante.
Asentí sin mucho interés. Mi cabeza estaba en otra parte, específicamente en la montaña de papeles arrugados que había acumulado en mi intento fallido de escribir algo que valiera la pena.
―¿Viniste aquí para encerrarte como una loca obsesionada con escribir? ―preguntó, recorriendo con la mirada el desastre de papeles sobre la mesa.
Suspiré, tratando de no rodar los ojos. No quería tener esta conversación otra vez.
La verdad era que estaba cansada. No solo físicamente. Estaba agotada de pensar, de fracasar, de mirarme al espejo cada mañana y repetirme lo que “debería” estar haciendo, solo para sabotearme antes del mediodía.
―¿De verdad no quieres ir a ver a tus padres?
Me detuve en seco, justo cuando estaba a punto de recoger las bolas de papel. Mis labios se abrieron en busca de una respuesta que no sonara patética, pero Pamela ya me conocía demasiado bien como para caer en mis evasivas.
―Tengo miedo ―admití finalmente, mi voz apenas un susurro—. Y cuando tengo miedo me dan ganas de beber y en estas “improvisadas” vacaciones tengo que mantenerme alejada del alcohol.
Era algo que había evitado decir en voz alta, pero admitirlo me dio una pequeña y extraña sensación de alivio.
―¿Qué harías si no tuvieras miedo?
Esa pregunta era como un espejo incómodo que me obligaba a mirarme directamente a los ojos.
―El miedo me ha alejado de tantas cosas que no sé qué haría primero entre todas las que estoy muriendo por hacer.
Pamela no dijo nada. En lugar de eso, cruzó la habitación con rapidez y me abrazó.
Fue un abrazo cálido, firme, como si estuviera sosteniéndome para que no me desmoronara por completo.
Mis brazos reaccionaron casi por instinto, rodeando su cintura mientras cerraba los ojos y dejaba escapar un largo suspiro.
No recordaba cuándo fue la última vez que alguien me abrazó así, con tanta calidez y reconfortante sinceridad.