Después de una ducha larga y reconfortante, que bien podría haber sido una ceremonia de purificación tras las horas de viaje, salí del baño con el cabello aún húmedo y una sensación de paz renovada. Era como si el agua se hubiera llevado no solo el cansancio, sino también un poco del caos que traía conmigo.
Al terminar de vestirme, me di cuenta de que mi habitación parecía un escenario congelado en el tiempo. Todo estaba exactamente igual que como lo había dejado años atrás, como si mi ausencia hubiera sido solo un parpadeo.
Mi madre, la reina del sentimentalismo, había convertido mi espacio en un museo de mi adolescencia. Ahí estaban mis trofeos, las fotografías que capturaban momentos de lo que parecía otra vida y esas viejas camisetas que solía usar en mis entrenamientos… Todo intacto.
De pie frente a la estantería, mis dedos rozaron una fotografía enmarcada. Era yo, a los doce años, sosteniendo mi primer trofeo de béisbol, con esa sonrisa boba de quien cree que el mundo está a sus pies. Me reí un poco al recordar la emoción de ese día.
Claro, en ese entonces la vida era simple: béisbol, tareas y vacaciones familiares. Pero la risa pronto se desvaneció, reemplazada por una melancolía suave y persistente. Todo parecía más fácil en aquellos días.
Estaba a punto de tomar una de las fotografías cuando unos suaves golpes resonaron en la puerta. Esta se entreabrió un poco y apareció la encantadora figura de mi sobrina.
—Tío…
—Ven aquí, dulce. Quiero abrazarte —Extendí los brazos hacia ella.
Antes de que terminara la frase, ya había saltado hacia mí con la agilidad de un gato y la energía inagotable de un cachorro. Su risa llenó la habitación como un hechizo capaz de espantar cualquier tristeza.
—Menos mal que no te cortaste el cabello —exclamó con entusiasmo, jugando con mis mechones húmedos—. ¡Porque quiero hacerte unos peinados que vi en YouTube!
Esa chispa suya siempre me desarmaba. Y la verdad era que, por ver esa sonrisa radiante, estaría dispuesto a todo, incluso a convertirme en su versión personal de Rapunzel.
—Así que has venido aquí con un plan maestro, ¿no?
Me acomodé en la cama con Sky sentada sobre mis piernas.
—Hoy es 21 de diciembre —dijo distraídamente, peinando mi cabello con sus pequeños dedos—. Quisiera ir a la plaza del pueblo.
Su puchero fue suficiente para un rotundo sí. No había forma de negarme.
La puerta se abrió de nuevo, y esta vez apareció Paige con una expresión entre divertida y regañona.
—Cariño, te dije que no molestes a tu tío.
Se acercó para quitar a la niña de mis brazos, pero le hice un gesto para que entendiera que todo estaba bien.
—La llevaré a la plaza del pueblo para celebrar el solsticio —anuncié con una sonrisa.
—Ella tiene energía para rato. Pero tú… Fueron seis horas de viaje. ¿Estás seguro de que quieres salir?
—Querida, soy un jugador de béisbol, y mi mayor fortaleza es la resistencia. —Le guiñé un ojo, pero en lugar de la risa que esperaba, recibí un golpe en el brazo.
—Esa actitud engreída no te lleva a ningún lado, ¿sabes? —respondió con una media sonrisa—. Pero si así lo quieres, está bien. Entonces, espera y vamos todos juntos.
Su tono no dejaba lugar a debates, así que asentí, sabiendo que no había forma de escapar de esa tarde familiar.
Antes de salir de la habitación, volví la vista a la pared llena de fotografías. Mis ojos se detuvieron en una en particular: una instantánea tomada poco después de mi operación.
Era increíble cómo una imagen podía contener tanto: miedo, esperanza y una pizca de gratitud.
Recordé esos días oscuros en los que todo parecía un callejón sin salida, pero ella fue como un milagro. Gracias a ella, los caminos comenzaron a despejarse y volví a ver la luz.
—Tío… ¿Pasó algo malo? —La suave voz de Sky me sacó de mis pensamientos.
—No, princesa. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque te quedaste quieto… y pareces triste.
Sonreí para tranquilizarla.
—Es que tu tío se puso nostálgico, recordando a una amiga que no ha vuelto a ver.
—¿Se fue muy lejos?
Más que irse lejos, simplemente desapareció.
No podía evitar sentirme extraño al recordarla después de tanto tiempo. Aunque intenté convencerme de que ya la había olvidado, la verdad era que seguía ahí, ocupando un rincón silencioso en mi memoria.
Ella fue una de las pocas personas que creyó en mí sin siquiera conocerme por completo, y eso no era algo fácil de ignorar.
Archivando viejos recuerdos, me coloqué una de las numerosas gorras que tenía guardadas, con la esperanza de pasar desapercibido entre la multitud en la plaza.
Sin embargo, parecía que mi madre había hecho un anuncio a todo el pueblo sobre nuestro regreso, porque todas las miradas se centraron en mí de inmediato.