Entré corriendo a mi suite como si un enjambre de abejas asesinas me persiguiera. Cerré la puerta de un portazo tan estruendoso que probablemente despertó a medio resort. Me apoyé contra la madera, jadeando como si acabara de correr un maratón, con el corazón golpeando en mi pecho, ansioso por escapar y dejarme sola para enfrentar el desastre.
Coloqué una mano sobre mi pecho en un intento desesperado por calmarme, pero la adrenalina seguía fluyendo como un río desbordado. No había duda: lo que acababa de suceder no era producto del alcohol ni de los analgésicos. Era real. Escandalosamente real.
—Estoy en un jodido y gran problema —dejé escapar el aire, como si las palabras fueran un suspiro de derrota.
Pamela estaba de pie frente a mí, con el ceño más fruncido que nunca. La ira en su mirada era evidente, pero lo que menos me preocupaba era su completa falta de paciencia para lidiar con mi desastre.
—Definitivamente estás en un gran problema —dijo con un tono que destilaba sarcasmo—. Especialmente para alguien que juró querer pasar desapercibida.
—¿Qué hago ahora? —pregunté, con la esperanza de que Pamela tuviera una varita mágica escondida en algún lugar de su bolso.
—Quizás… ¡¿Explicarme cómo demonios te conoce un jodido beisbolista de las Grandes Ligas?!
Mi mente entró en pánico. Mi boca, en un acto de traición absoluta, soltó una risita nerviosa. Una risita que, claramente, no ayudó a calmar la furia volcánica de Pamela.
—¿Qué pregunta es esa? —intenté evadir, poniendo mi mejor cara de inocencia—. Soy Destiny Rowan: cantante, compositora, productora… amo a los animales y creo que aún tengo un inmenso club de fans. ¿Quién no me conocería en este pueblo?
Pamela no estaba para juegos. Sus ojos se entrecerraron, afilados como un láser.
—¡¿Estás jugando conmigo o intentas verme cara de idiota?! —bramó—. ¡Él te llamó Ever! ¡Nadie te llama así excepto tu familia!
Sentí cómo toda la sangre abandonaba mi rostro. Mi cerebro trabajaba a toda velocidad buscando una respuesta coherente, pero mi boca decidió actuar por su cuenta.
—Estás delirando, él no me llamó así.
Intenté escabullirme hacia mi habitación, pero Pamela fue más rápida y mucho más decidida. Antes de que pudiera dar dos pasos, atrapó mi brazo y me arrastró hasta el sofá como si fuera una muñeca de trapo.
—Vamos, necesito que me digas la verdad, porque si no, perderé la paciencia y me iré directamente con ese tipo a preguntarle yo misma.
—¡No! ¡No lo hagas! —exclamé, sintiendo cómo se me escapaba el control de la situación—. ¡No vayas con Kyle!
La sonrisa lenta y peligrosa que se dibujó en su rostro no presagiaba nada bueno.
—Oh, pero mira cómo lo llamas.
—¿No se llama así?
—Destiny… —Su tono era de advertencia.
Dejé escapar un suspiro, consciente de que la farsa no podía durar más.
—Lo siento… sí, lo conozco.
Pamela me miró como si acabara de resolver un enigma que, en el fondo, siempre supo cómo terminaría.
—¿En serio? No te creo. —Dejó escapar un sarcasmo tan pesado que casi me derriba.
Me llevé las manos a la cabeza y solté un grito ahogado, agarrando un cojín del sofá y apretándolo contra mi rostro. Era una mezcla entre frustración y ganas de desaparecer del planeta Tierra por unos días… o años.
—¡¿Qué hago ahora?! —grité, casi al borde de la desesperación—. ¡Se supone que nadie debía saber que estoy aquí!
—¡Eso lo tuviste que haber pensado antes de irte al medio pueblo a jugar a ser Hannah Montana!
Sin previo aviso, comenzó a golpearme en el brazo repetidamente. No con fuerza, pero lo suficiente para que cada golpe llevara un mensaje implícito: Esto es por ser tan imprudente. Cerré los ojos y me dejé hacer; sabía que me lo merecía.
Cuando notó que no iba a defenderme ni argumentar nada, dejó de golpearme y suspiró con exasperación, como si cargar conmigo fuera el castigo divino que le había tocado en la vida.
—Él y yo estudiamos en la misma escuela… —comencé a decir, con la voz temblando—. No fuimos amigos ni nada, pero… hubo un momento… compartimos algo juntos… —Las palabras salieron atropelladas, casi como si tuviera miedo de decirlas en voz alta—. ¡Pero, por Dios, ¿por qué siquiera lo recuerda?!
Antes de que pudiera controlarme, solté otro grito en el cojín que aún abrazaba con fuerza.
Cuando por fin me atreví a levantar la mirada, Pamela me observaba con una expresión que había cambiado de exasperación pura a una curiosidad tan intensa que parecía estar a punto de sacar un cuaderno para tomar notas.
—Espera… —Alzó un dedo acusador, como si acabara de resolver un misterio—. ¿Él es la razón de tu afición por el béisbol?
—¡Por supuesto que no! —negó mi boca antes de que mi cerebro siquiera procesara la pregunta.
—¡Oh, Dios mío! ¡Sí lo es! —exclamó, casi saltando de emoción—. Espera, ¿él te gusta?