Escribir, claro que podía hacerlo. El problema era que todo lo que escribía resultaba ser un verdadero aburrimiento. Literalmente, cada palabra que salía de mi cabeza parecía sacada de un manual de instrucciones de tostadoras. No había chispa, no había magia, no había... bueno, nada. Era como si cada frase se uniera a una larga lista de cosas que no me satisfacían.
Hice otra bola de papel y la lancé al suelo, sumándose a la creciente pila de intentos fallidos.
Mi mente estaba en todas partes, menos donde debía estar. Y cuando digo todas partes, en realidad me refiero a un solo lugar: Kyle.
Kyle, Kyle, Kyle y más Kyle.
Parecía que su nombre estaba tatuado en mi cerebro, porque no dejaba de pensar en él y en su mirada de asombro, mezclada con algo de tristeza, cuando lo traté con tanta frialdad. Como si realmente nunca hubiéramos cruzado palabra en nuestras vidas.
Para desviar mi atención de esos pensamientos obsesivos, dirigí la mirada hacia mi teléfono apagado sobre la mesa de noche. Parecía mirarme con burla, como si dijera: Anda, tócame. Busca tu nombre en internet. Ve qué están diciendo sobre ti.
Mis dedos picaban por encenderlo, pero justo en ese momento Pamela entró en la habitación.
—Oh, mira, las bolitas de papel han vuelto.
—Sí, han regresado, pero la inspiración sigue de vacaciones.
Golpeé mi libreta roja con la mano, como si eso fuera a hacer que mágicamente apareciera una canción decente.
—Muchas bolas de papel, pero ni una maldita canción decente —añadí, dejándome caer sobre la cama con dramatismo.
Pamela se sentó junto a mí y me abrazó ligeramente. Su perfume de lavanda siempre me recordaba tiempos más simples, cuando escribir canciones era divertido y no una batalla constante contra mi propia inseguridad.
—Destiny, ¿recuerdas por qué viniste aquí? —preguntó con su tono dulce pero firme—. No fue para torturarte. Fue para relajarte y encontrar esa chispa creativa que está dormida. Si te presionas tanto, vas a terminar colapsando. ¿Y de qué habrá servido todo esto?
Desde su perspectiva, todo sonaba simple: encontrar la chispa de inspiración, escribir una canción y ¡voilà!, problema resuelto. Pero la vida no es un tutorial de internet. La vida no es tan sencilla.
¿Qué pasaría después? Tenía miedo de ser rechazada, de que todo mi esfuerzo no valiera la pena. De las burlas, la persecución… A veces, me encontraba tan harta de sobrepensar mi vida que solo quería lanzar todo por la ventana, hacer las maletas y desaparecer.
—Si nada de esto funciona, estoy considerando seriamente huir a Tailandia y abrir un pequeño negocio de venta de frutas. ¿Te imaginas? De reina de los escenarios a ser la reina del mango.
Pamela soltó una carcajada tan fuerte que casi me contagia la risa.
—¿Tailandia? ¿En serio?
—Sí, Tailandia. Me cambiaría el nombre a algo exótico, como… no sé, Mekhalaa Rowan.
—¿Por qué demonios sabes nombres tailandeses?
Me miró como si hubiera perdido la cordura, pero al menos seguía sonriendo.
—Destiny, no necesitas huir a Tailandia para solucionar tus problemas. Lo único que necesitas es relajarte un poco y dejar de pensar en lo que los demás dirán.
Claro, porque relajarse es tan fácil como apretar un botón. Pero, por alguna razón, su lógica aburrida siempre tenía algo de razón. Aunque no podía evitar imaginarme en Tailandia con un sombrero gigante, un bronceado perfecto y rodeada de cocos.
—¿Qué se dice en el pueblo? —pregunté, cambiando de tema.
—¿De verdad, Destiny? ¿Acaso no entendiste nada de lo que acabo de decirte?
—Sí, pero igual quiero saber.
Ella solo suspiró.
—No se dice mucho, así que no te preocupes.
No insistí. Sabía que Pamela no diría más, y tampoco me sentía lo suficientemente valiente como para revisar mi teléfono. Si lo hacía, no pararía hasta deprimirme.
Me tumbé una vez más en la cama, sintiendo la mirada juzgadora de Pamela sobre mí.
—¿Sabes qué necesitas? —dijo finalmente tras unos segundos de silencio incómodo.
—¿Un boleto a Tailandia?
Crucé los dedos, esperando que dijera que sí.
—No. Necesitas salir y despejarte un poco.
—Ah, bueno. Entonces, tu deseo ya se cumplió.
Señalé la montaña de ropa sobre la silla junto a mi armario.
—¿Pensabas ir a algún lado sin decirme? —preguntó, acercándose a revisar los vestidos—. Por favor, dime que no vas a salir en modo Hannah Montana otra vez.
—Bueno… se me pasó decirte que acepté la invitación a cenar con los Gardner.
Una sonrisa enorme se formó en su rostro.
—¡¿De verdad?! ¿Qué te hizo cambiar de opinión tan de repente?