La libreta con su hoja en blanco me observaba, y ahí estaba yo, como una idiota, devolviéndole la mirada, como si estuviera esperando que ella hablara primero. ¿Era normal sentir que tu libreta te juzgaba? Porque, honestamente, eso era exactamente lo que parecía. Entre nosotras había algo complicado, una especie de relación tóxica que no era fácil de romper. Nos necesitábamos, aunque a veces quisiera lanzarla por la ventana. Tenía que hacer las paces con ella si quería escribir la mejor canción para la disquera. Sin embargo, hasta ahora, lo único que habíamos logrado era compartir un glorioso y deprimente vacío. Ella no escribía sola, y yo… bueno, yo no tenía ni una sola idea decente.
Mi mente estaba atrapada en un tira y afloja constante entre la necesidad de componer y los pensamientos que giraban en torno a Kyle. Era un ciclo interminable: Kyle, canción, canción, Kyle. Y, para mi desesperación ―y también un poco mi desdicha―, siempre era Kyle quien terminaba ganando.
¿Cómo era posible que no pudiera dejar de pensar en él? Tal vez porque, en contra de toda lógica, seguía siendo tan encantador como lo recordaba. Ese tipo de encanto tranquilo que no grita “mírame”, pero que, aun así, logra captar toda tu atención. Y para colmo, era tan amable que me daban ganas de lanzarle algo, solo para ver si era real.
Quise convencerme de que mi obsesión con él era solo un eco lejano de mi torpe flechazo adolescente. Ese amor unilateral y lleno de clichés que todas hemos tenido por alguien alguna vez. Claro que sí, solo eso. Nada más.
Pero ahora las cosas eran diferentes. Ya no éramos adolescentes; yo había evolucionado hasta convertirme en un desastre ambulante con una libreta vacía como mejor amiga. Y Kyle… bueno, él parecía haber encontrado su camino. Su vida era una postal perfecta: una familia increíble, una carrera exitosa y un futuro que prometía ser aún más brillante.
Casi podía imaginarlo en Nueva York, con una novia espectacular esperándolo en algún loft moderno. Y de no ser así, seguramente no le faltaba compañía femenina. Todos sabían el ritmo con el que se movía la vida de los deportistas.
Mientras tanto, yo estaba aquí, peleándome con una libreta muda y con mi cerebro terco que insistía en convertir a Kyle en el protagonista no invitado de mi vida. ¿Inspiración para una canción? Cero. ¿Complicaciones emocionales? Demasiadas.
Y así comenzaba otro día en el glorioso caos de mi existencia.
El timbre rompió mi burbuja de autocompasión. Apenas eran las ocho de la mañana, y ya el universo había decidido que no merecía ni un momento de paz. Fruncí el ceño, mirando hacia la entrada como si fuera la mayor molestia del mundo.
Era temprano, demasiado temprano para lidiar con seres humanos.
Dada la hora, supuse que era el servicio a la suite, y no me equivoqué… aunque jamás imaginé que sería Kyle quien traería mi desayuno.
—Buenos días —canturreó con una alegría tan descarada que me irritó al instante—. Servicio de desayuno.
Estuve a punto de preguntar si estaba soñando o si alguien había puesto algo raro en mi agua. Pero antes de que pudiera decir una palabra, él dio un paso adelante, empujando un carrito con un elegante arreglo de desayuno.
No lo pensé dos veces y me interpuse entre él y la suite, bloqueándole el acceso como si fuera agente del FBI.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Obvio, traer el desayuno —respondió con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.
Incredulidad. Eso era lo único que sentía.
—¡¿Y por qué tú traerías mi desayuno?!
Con aire presuntuoso, se señaló el uniforme que llevaba: una camisa blanca con el logo del resort bordado en la solapa y pantalones azul oscuro. Era evidente que había ideado un plan brillante para colarse entre los empleados, y a juzgar por el hecho de que la seguridad lo dejó pasar sin dudar, su plan había funcionado a la perfección.
—Oh, ¿no lo sabías? —Llevó una mano al pecho, fingiendo dramatismo—. Cuando no estoy jugando con los Yankees, trabajo aquí. ¿No es genial?
Solté una risa incrédula y lo dejé pasar, aunque no me creí ni una sola palabra.
—Supongo que los Yankees no pagan muy bien.
—No, qué va. Me pagan bastante bien, pero siempre es bueno echar una mano en el negocio familiar.
Justo cuando pensaba que la situación no podía ponerse más extraña, sacó algo de debajo del carrito. Quise morir de la vergüenza al darme cuenta de que era mi último álbum.
—Ya que estamos aquí, ¿qué tal un autógrafo? Y si no es mucho pedir, tu número también.
—Largo.
—¿Qué?
Su reacción de sorpresa me ofendió, como si realmente no hubiera visto venir mi reacción.
Aunque su enorme cuerpo era imposible de mover, entre risas se dejó empujar fuera de mi suite. Cerré la puerta en sus narices, pero no antes de escuchar su voz al otro lado:
—¡Nos vemos luego!
Me apoyé contra la puerta, cubriendo mis labios para evitar sonreír.