Era curioso cómo, en cuestión de días, me había acostumbrado a la melodía de Ever llenando el auto mientras conducía. Su voz era como una caricia, suave y envolvente, haciéndome olvidar que el mundo seguía girando más allá de nosotros. Incluso cuando intentaba desafinar a propósito para arrancarme una carcajada, fracasaba miserablemente. Era perfecta hasta para sonar mal... aunque nunca lo lograba del todo.
Regresamos al resort después de pasar un día juntos que, si soy honesto, se sintió como un suspiro.
No era suficiente. Nunca lo sería.
Cada segundo a su lado me dejaba con hambre de más, como si su presencia fuese una adicción a la que ya no quería —ni podía— renunciar.
Quería aprovechar cada instante junto a ella, ya que la separación era algo inevitable. Esa idea se asomaba en mi mente de vez en cuando, pero prefería empujar esa realidad al rincón más oscuro de mi cerebro, donde los pensamientos incómodos iban a morir.
Cuando estacioné frente al resort, ninguno de los dos hizo el menor esfuerzo por abrir la puerta. Ever se recostó en su asiento y giró su rostro hacia mí, regalándome una de sus preciosas sonrisas.
—Es hora de bajar —su tono sonaba más como una sugerencia que como una certeza.
—Sí… es cierto —respondí, aunque no moví ni un músculo.
Ella enarcó una ceja, divertida, mordiéndose la comisura del labio. Dios... ese maldito labio.
—Tú primero, Gardner.
—Las damas primero, Rowan.
Nos reímos al unísono, aunque la risa se fue apagando poco a poco hasta que solo quedó la electricidad suspendida en el aire entre los dos.
Sin pensarlo demasiado, me incliné hacia ella, acerqué su rostro al mío y la besé, robándole un poco más de esa dulzura que parecía infinita.
Cuando me separé apenas unos centímetros, ella dejó escapar una exhalación contra mi boca.
—Gracias —susurró contra mis labios—. Hoy fue un día increíble.
Apoyé mi frente contra la suya, con los ojos cerrados, intentando memorizar la calidez que desprendía su piel.
—Desearía que no se acabara.
Ever se quedó en silencio por un par de segundos... y cuando volvió a hablar, su tono había cambiado.
—Podríamos hacer algo al respecto.
La miré con curiosidad, sintiendo cómo la emoción crecía en mi interior.
—¿Qué tienes en mente?
Ella humedeció sus labios y se acercó lo justo para rozar mi boca con la suya, como si me estuviera tentando.
—Tú… ¿Te gustaría pasar la noche en mi suite?
El pulso me martilleó en las sienes, pero lo único que hice fue lamerme los labios, sintiendo la anticipación recorrerme.
—¿Estás segura?
—Si te lo estoy pidiendo… es porque realmente quiero que estés ahí conmigo esta noche.
Ella no necesitó escuchar mi respuesta; se la di con otro beso.
Ever se aferró a la parte delantera de mi chaqueta y me atrajo hacia ella, como si tuviera miedo de que pudiera cambiar de opinión. Pero lo cierto era que, aunque el mundo se cayera a pedazos, no había nada que pudiera mantenerme alejado de ella esa noche.
Salimos del auto entre risas cómplices y caminamos hacia el resort tomados de la mano. Sin embargo, Ever se tensó a mi lado, como si la electricidad que había chisporroteado entre nosotros se extinguiera de golpe. Su sonrisa se desvaneció y su mano presionó la mía con fuerza, pero no como si buscara mi cercanía... sino como si se estuviera sujetando a mí para no derrumbarse.
La causa era evidente: un pequeño grupo de personas armando alboroto cerca del mostrador.
Estaban riendo y charlando animadamente, rodeando a dos figuras que destacaban entre la multitud. Reconocería esas caras en cualquier parte.
Mierda.
Sujeté la mano de Ever con más fuerza y apresuré el paso hacia el ascensor, decidido a evitar cualquier tipo de interacción.
—No te preocupes —susurré con la voz más serena que pude reunir—. No están aquí por ti.
Ever me miró de reojo, con sus pestañas temblando y los labios ligeramente entreabiertos, como si estuviera debatiéndose entre creerme o dejarse arrastrar por el miedo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Confía en mí.
Las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse y sentí que podía exhalar relajado, pero el alivio fue breve. Una mano se interpuso justo antes de que las puertas se cerraran completamente, y maldije en voz baja.
Cuando las puertas volvieron a abrirse, ahí estaban: Domínguez y Hendriks, con sus sonrisas traviesas, tan familiares como irritantes.
Mis compañeros de equipo.
Los autoproclamados reyes del caos.
Especialistas en convertir cualquier reunión tranquila en un espectáculo.