Estaba absorto en mi teléfono, buscando frenéticamente las mejores zonas para vivir en California. El cambio de clima sería drástico en comparación con la humedad sofocante y el frío de Nueva York, pero la idea de pasar más días bajo el sol californiano no me parecía tan descabellada.
Si Ever había considerado mudarse a Nueva York sin perder la cabeza, entonces yo perfectamente podía manejar un par de semanas en la costa oeste.
La verdad era que, mientras más miraba esas casas, más me imaginaba despertando con ella a mi lado cada mañana, sin importar la ciudad.
Mordí mi labio para evitar sonreír como un idiota enamorado. ¿Estaba yendo demasiado rápido? Probablemente, pero no me importaba, solo quería estar a su lado.
—¿Qué te tiene tan concentrado?
Thomas se dejó caer en el sofá junto a mí. Ni siquiera lo miré; estaba demasiado ocupado evaluando qué agente inmobiliario parecía menos propenso a estafarme.
—Necesito una casa —solté, deslizando el dedo por la pantalla.
—¿Qué pasa con tu ático?
—Está en Nueva York.
—Ah, claro. Y se supone que tú también deberías estar en Nueva York. Ya sabes, tu trabajo, tu vida, tus cosas deberían estar en Nueva York.
—Necesito una casa, pero en California.
El pesado silencio que siguió me obligó a mirarlo.
—¡¿Cómo demonios piensas vivir en California?!
Arrugué la nariz ante su reacción exagerada.
—¿Puedes bajar la voz? No dije que fuera a vivir allá. Solo quiero una casa para escaparme durante las temporadas bajas y descansar.
—Ajá. ¿Para descansar o para ir tras el trasero de Destiny Rowan?
Lo miré y asentí lentamente, porque no tenía sentido negarlo.
—Me conoces muy bien.
Thomas exhaló como si acabara de cargar un piano hasta el último piso de un edificio sin ascensor.
—Kyle, hermano… te veo haciendo tantos planes. ¿No crees que te estás apresurando? Todo parece perfecto ahora porque están aquí, juntos, en esta burbuja, lejos de la realidad.
Bloqueé la pantalla de mi teléfono y lo miré fijamente.
—Ella y yo hemos hablado de esto. Ambos estamos dispuestos a hacer que funcione. ¿Por qué parece que no quieres que esté con ella?
Thomas hizo una mueca incómoda, como si estuviera a punto de pisar territorio peligroso.
—No es eso… es solo que… bueno, se dice tanto de ella.
—También se dicen muchas cosas de mí —repliqué de inmediato.
—Sabes que no es lo mismo —me miró con seriedad.
—No me importa lo que digan. Lo único que me importa es cómo nos sentimos ella y yo.
—Solo no quiero verte destrozado si las cosas no salen como esperas.
Sonreí con confianza.
—Confía en mí, todo saldrá bien.
La puerta principal se abrió con tal violencia que chocó contra la pared. Mi hermano y yo nos incorporamos de inmediato; su rostro reflejaba confusión, el mío, una mezcla de alarma y curiosidad. Mi padre apareció hecho una furia; se acercó a nosotros y yo solo enarqué una ceja, divertido.
—Vaya, papá, ¿hoy fue un mal día?
Su mandíbula se apretó.
—No lo sé, dímelo tú.
Estampó un teléfono contra mi pecho y, sin entender nada, miré la pantalla. Al notar el desastre que había, cerré los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera borrar lo que se desplegaba ante mí.
—Maldición… —murmuré entre dientes—. ¿Por qué tenía que pasar esto ahora?
Cada foto era más íntima que la anterior.
Ever y yo tomados de la mano, besándonos, compartiendo momentos que eran solo nuestros. Incluso había imágenes de Evie, pero por suerte, su rostro y el de sus amigas estaban difuminados.
Aun así, no había escapatoria. Era evidente que éramos nosotros.
—¿Qué tienes que decir al respecto?
Levanté la vista hacia mi padre, sintiendo cómo mi sangre comenzaba a hervir bajo su mirada acusadora.
—Bueno, algún día todos se iban a enterar.
Su respiración se volvió errática por un momento, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Luego explotó.
—¿¡Eso es todo lo que tienes para decir!? —Su grito retumbó en las paredes.
—¿Qué más quieres que diga?
—¡Oh, Dios mío, te volviste loco!
—¿Quieres calmarte?
—¿¡Cómo se supone que me calme cuando mi hijo está por todo internet de la mano con una drogadicta?!
Mi cuerpo se heló, dejándome estupefacto.
—¿Qué dijiste?
—¿Acaso era un secreto? —Su tono era cruel, despiadado, como si las palabras no significaran nada para él.