Eran exactamente las siete de la mañana cuando empujé la puerta de mi habitación y salí al pasillo con pasos decididos. Llevaba puesta mi ropa deportiva de siempre: camiseta blanca, shorts cómodos, un bolso colgado al hombro y, por supuesto, mi gorra del equipo, la misma que ya era más un amuleto que un accesorio. Estaba listo para entregarme a ocho horas de sudor, estrategia y disciplina. Cada segundo contaba en esta carrera loca por un sueño que ya se sentía tan tangible como el cuero de una pelota recién lanzada.
Después de 162 juegos de temporada regular y con un récord que nos tenía instalados en los playoffs con la frente en alto, la adrenalina ya no era una emoción: era un estado de vida. Nos sentíamos imparables, como si pudiéramos lanzar fuego desde los guantes. Pero también sabíamos que la confianza podía ser una trampa dulce, ese veneno disfrazado de certeza. Solo necesitábamos ganar cuatro juegos más en la ALCS*, y la Serie Mundial estaría tan cerca que podría oler el césped recién cortado del estadio mezclado con el aroma a gloria.
Estaba a punto de salir de mi apartamento cuando casi se me salió el alma por la boca.
—¡¿Qué carajo?! —solté, retrocediendo un paso.
Mi hermano apareció de la nada, saliendo de mi cocina con una taza de café humeante en la mano.
—Buenos días, campeón —dijo, sorbiendo su café—. ¿Te asusté?
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Desde bien temprano —respondió con serenidad—. He intentado hablar contigo estos días, pero siempre que vengo ya te has esfumado. ¿Qué pasa contigo? Si tanto te gusta entrenar, deberías considerar dormir en el campo de béisbol.
—Estoy concentrado, eso es todo. Esta es la oportunidad. No puedo dar espacio a distracciones.
—Ajá... ¿Y esa “distracción” tiene nombre? —preguntó con una ceja arqueada, apuntándome con la taza—. Porque tienes esa cara de “dormí poco porque estuve pensando en alguien, y no era el entrenador”.
—No creo que hayas venido aquí solo para comentar mis hábitos deportivos.
—En lo absoluto. Sé que cuando se acerca el campeonato de la Liga Americana te pones en este modo monje tibetano, en el que solo existen tú, un bate y la pelota.
—Entonces…
—Vamos a la sala. Necesitamos hablar.
Miré el reloj en mi muñeca. Tenía exactamente quince minutos antes de que mi entrenador empezara a enviar mensajes pasivo-agresivos al grupo del equipo.
Suspiré y lo seguí hasta la sala.
—No te preocupes, no me tomará mucho tiempo —aseguró mientras se sentaba en el sofá con tranquilidad.
Me dejé caer frente a él, apoyando los codos en las rodillas. Sentía la tensión acumulada en los hombros, como si mi propio cuerpo supiera que venía algo más pesado que el entrenamiento.
—Entonces… —murmuré, mirándolo a los ojos—. Dispara.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Cómo van los entrenamientos?
—Bien.
Me observó en silencio durante dos segundos incómodos.
—¿“Bien”? ¿Eso es todo lo que tienes para decir?
Le devolví la mirada con el ceño fruncido. ¿Qué esperaba? ¿Un poema épico sobre mis emociones deportivas?
—Sí, ¿qué otra cosa querías escuchar?
—¿Algo va mal?
—No.
—¿Es que acaso Hopskin sigue molestando?
Respiré hondo y me hundí más en el asiento.
—Hopskin sigue siendo el mismo idiota de siempre, pero ahora todos están enfocados en llegar a la Serie Mundial, así que lo último que le interesa es mi situación sentimental —respondí con un tono que dejaba claro que no quería hablar más del tema.
Thomas asintió lentamente, como si estuviera evaluando cada palabra que salía de mi boca.
—Entonces, todo bien —dijo finalmente, aunque no parecía convencido.
—Te dije que todo está bien —repetí, cruzándome de brazos con un suspiro que salió más frustrado de lo que pretendía—. ¿Acaso de esto era de lo que necesitabas hablar?
Thomas tomó un sorbo de su café y luego dejó la taza en la mesa con el mismo cuidado con el que uno deja una granada sin detonar.
—En realidad, no…
—Dilo ya, Thomas. Tengo que irme a entrenar.
Se quedó en silencio unos segundos, su mirada fija en algún punto invisible detrás de mí. Algo en su cuerpo cambió, como si acabara de decidir que sí, que iba a decirlo aunque me cayera como un bate en las costillas.
—Voy a renunciar.
Parpadeé un par de veces, tratando de procesar lo que acababa de oír.
—¿Qué has dicho?
—Voy a dejar mi trabajo como tu abogado —repitió con una calma que no tenía nada de pacífica.
Fue como si alguien hubiera abierto una ventana en medio de una tormenta invernal y me hubiese arrojado un balde de agua helada directo al pecho.