Me enteré de la última noticia como se entera cualquiera hoy en día: por un post en redes sociales. Una imagen de Kyle, casco en mano, sonrisa de superestrella, con el texto: “El swing que nos llevó a la Serie Mundial. Kyle Gardner es un maldito dios”.
Treinta mil likes.
Diez mil comentarios.
Dos mil compartidos.
Y ahí estaba yo, a medianoche, sentada en medio del estudio, con los ojos pegados a la pantalla, leyendo cualquier noticia relacionada con Kyle. Mi corazón se comprimió de inmediato. No era tristeza. No exactamente. Era una mezcla extraña de orgullo involuntario y terror absoluto. Como cuando ves a la persona que amas lograr exactamente lo que siempre soñó… y te das cuenta de que tú no estás en ese sueño.
Estaba confirmado:
La Serie Mundial.
Él en el campo.
Y yo en el mismo estadio, pero no como parte de su mundo. Solo para cantar el himno nacional.
Tragué saliva y me recosté en la silla, con el cuerpo entumecido. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo se canta el himno nacional frente al beisbolista del que estás completamente y locamente enamorada?
Esa noche, el estudio quedó vacío alrededor de las diez. Técnicos, asistentes, el productor que me llamaba “estrella” como si fuera mi nombre legal… todos se habían ido. Pero yo seguía ahí, sola, con el teléfono en la mano y las luces en modo tenue, mientras el silencio hacía más ruido del que debería.
Había algo que quemaba en mis dedos. Un impulso. Una necesidad.
Desbloqueé el teléfono y abrí el chat. Escribí algo:
“Vi el juego. Felicidades”
Lo leí tres veces. Sonaba… seco. Frío. Como una felicitación corporativa.
Lo borré.
Escribí otro:
“Supongo que lo lograste. Lo que siempre quisiste”
Demasiado pasivo-agresivo. Me hacía sonar como una ex resentida.
Borrado.
Intenté de nuevo:
“Estás más cerca de obtener lo que mereces. ¡Felicidades!”
Negué con la cabeza y borré el mensaje. Escribí algo más:
“¿Vas a estar bien cuando me veas en el estadio?”
Demasiado directa. Demasiado vulnerable.
Borrado. Otra vez.
Me quedé ahí, con los dedos suspendidos sobre la pantalla, impotente ante mis propias palabras. Bloqueé el teléfono y lo dejé boca abajo, como si eso pudiera protegerme de lo que no estaba diciendo.
Porque la verdad era simple: lo extrañaba. Y no sabía si quería verlo… o si temía no poder mirarlo a los ojos sin romperme.
Apoyé la frente en el escritorio, intentando desesperadamente encontrar una salida, pero mi mente me lanzaba miles de ideas, ninguna de las cuales me sentía lo suficientemente valiente como para llevar a cabo.
—¿Ya viste las noticias?
Levanté la cabeza de golpe al escuchar la voz de Pamela, que estaba parada en la puerta con su moño alto empezando a desarmarse después de horas lidiando con correos, llamadas y mis repentinos caprichos.
—Pensé que todos se habían ido —murmuré, intentando sonar casual.
—¿Y dejar que Allan me regañe por dejarte sola más de diez minutos? Jamás —respondió, entrando al estudio—. Entonces, ¿viste las noticias o no?
—¿Qué noticias? —pregunté, aunque ambas sabíamos que sí lo había visto. Lo había visto, lo había leído, lo había sentido.
Pamela solo levantó una ceja como si dijera: “No te hagas”. Y en ese momento, como si el universo lo invocara para hacerme la vida imposible, Allan apareció por la puerta contraria.
Bufando. Literalmente, bufando. Como si ya estuviera harto antes siquiera de hablar.
—Por Dios, Pamela —espetó, dejando caer su iPad sobre la mesa de sonido con un golpe seco—. Claro que lo vio. Está en todo el maldito internet. “El swing de oro de Kyle Gardner”. ESPN. TMZ. TikTok. Hasta en ese canal de cocina que solo debería hablar de pasteles y no de beisbolistas glorificados.
—Vaya, tal parece que ustedes se han vuelto bastante fans del béisbol.
Pamela soltó una risa breve ante mi comentario, y Allan me miró con una mezcla de frustración y fastidio.
Me crucé de brazos, apoyándome contra el respaldo de la silla. Sabía lo que se venía. Ya lo había vivido antes. Pamela sería diplomática. Allan sería… Allan. Y yo sería la idiota atrapada entre ambos, fingiendo que estaba bien.
Pamela, dulce como siempre, se acercó a darme un corto abrazo.
—Solo quería asegurarme… —dijo en voz baja, casi como si temiera mencionar el nombre prohibido—. Que no te tomara por sorpresa. Ya sabes… que lo anunciaran así. Tan de golpe.
—No fue una sorpresa.