Bajo la noche más larga

40

No quería estar en Nueva York, y mucho menos esa noche, cuando la ciudad parecía pertenecerle por completo. Cada rincón parecía ser suyo.

Pero la situación empeoraba en el Yankee Stadium, que parecía gritar su nombre. Aun así, mi corazón y mis sentimientos no me permitieron estar en ningún otro lugar. Era el quinto partido de la Serie Mundial de la MLB. Estaba sentada entre extraños, con una chaqueta oscura y unas gafas demasiado grandes para ser de noche, fingiendo que no era quien era.

Nadie sabía que había viajado. Nadie, excepto Pamela y Allan, y así quería que siguiera. Sin fotos, sin prensa, sin drama. Solo yo. Mirándolo.

Desde donde estaba, podía verlo todo: el campo, las cámaras, las miradas ansiosas de los fanáticos en las gradas. Cada vez que las cámaras lo enfocaban y mostraban su rostro imperturbable, algo dentro de mí se tensaba. Llevaban tres derrotas consecutivas. Y aunque él intentara ocultarlo, el desgaste era evidente: en sus hombros, en la manera en que apretaba la mandíbula, en su forma de caminar, con esa mezcla de rabia contenida y concentración letal.

Me dolía mirarlo, pero no podía dejar de hacerlo.

No sonreía, no hacía muecas, solo masticaba su chicle con los ojos fijos en el campo, en ninguna parte y en todas a la vez.

El juego fue una batalla. Una guerra tensa y sudorosa donde cada entrada parecía durar una eternidad. Carreras. Empates. Bases llenas. Outs al filo. El estadio respiraba en bloques irregulares.

Cuando llegamos al noveno inning, el marcador seguía empatado. Yo tenía las manos apretadas sobre las piernas, como si eso pudiera evitar que la ansiedad me desbordara.

Fue entonces cuando lo vi caminar hacia el plato.

Todo el estadio contuvo el aliento. Y yo, en mi rincón, entre la multitud, no sabía si mirar o cerrar los ojos. Pero los mantuve abiertos, porque no podía evitarlo. Porque, aunque doliera, aunque ya no fuéramos nada, aunque él no tuviera idea de que yo estaba ahí, una parte de mí… todavía creía en él.

El swing fue limpio. Preciso. Natural.

La pelota salió disparada. No fue un jonrón, ni fue memorable, pero fue suficiente. Un doble que trajo la carrera de la ventaja y, con eso, los Yankees ganaron.

El estadio estalló en una explosión de gritos y aplausos ensordecedores. La euforia era desenfrenada, parecía que arrasaría con todo, pero esa euforia Kyle no la compartió.

Abrazó a un par de compañeros con una sonrisa ausente, como si estuviera en otro lugar. Luego desapareció del campo como si no hubiera hecho nada extraordinario.

Me quedé un rato más de pie, sin darme cuenta. Mirándolo e intentando memorizarlo. Su forma de caminar, la curva de su espalda, el modo en que desaparecía entre los demás.

Hasta que ya no lo vi más y supe que no tenía nada más que hacer ahí.

Con un suspiro, empecé a moverme entre la marea de fanáticos que salían del estadio, todos celebrando o lamentándose. A mitad del camino, sentí vibrar mi teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

Era Pamela.

Deslicé el dedo para contestar, mientras una sonrisa inevitable se formaba en mi rostro. Podía imaginar perfectamente su tono inquisitivo incluso antes de que hablara.

—¿Y bien? —dijo sin preámbulos, sin saludo.

—Hola, gracias por preguntar. Estoy viva, ilesa, emocionalmente inestable… pero eso ya lo sabías —dije, abriéndome paso hacia un pasillo lateral, lejos del ruido interminable de la multitud.

—El juego, Destiny. Quiero un resumen en lenguaje humano, por favor.

—Fue muy cerrado. Estaban empatados hasta el último inning. Kyle bateó un doble y entró la carrera de la ventaja. Fin del partido.

—Entonces... ¿Ganaron los Yankees?

Solté una risa suave.

—Sí, Pam. Ganaron.

Silencio del otro lado. Breve.

Y entonces su voz volvió, más baja, más directa.

—¿Y qué estás haciendo ahora?

—Saliendo del estadio.

—¿Saliendo? ¿Así? ¿Sin decirle nada?

Cerré los ojos un momento.

—No es como si tuviera algo que hacer ahora que terminó el juego —murmuré.

—Ever, cruzaste medio país. Fuiste sin que nadie lo supiera, sabiendo lo riesgoso que era. Te tragaste todos los partidos como si fueras la presidenta del club de fans. ¿Y ahora te vas a ir sin siquiera decirle “felicidades”?

Me mordí el labio y miré al suelo, como si allí pudiera encontrar una respuesta convincente.

—Aunque ganaron, sigue siendo una situación tensa. Los Dodgers están arriba en la serie, y él… no está bien, Pam. No necesita que alguien llegue a recordárselo con una sonrisa incómoda y un “buen juego”.

Pamela bufó al otro lado de la línea.

―Sabes que esa no es la única razón.

Quería discutir. Decirle que no quería interrumpir, que no era el momento, que él estaba con su gente… pero todo sonaba a excusa. A miedo.

—No sé qué va a pasar si lo veo —confesé en voz baja.

—Y esa es exactamente la razón por la que tienes que hacerlo —replicó sin dudarlo.

Me quedé callada. Porque, ¿qué se supone que se dice a eso?

—Vamos, Tiny —añadió con un tono más suave—. Igual que en la Serie Mundial, no todo está perdido. Estoy segura de que tú puedes ser ese empujón o esa motivación que ese hombre necesita para ganar.

Solté un suspiro tan fuerte que un par de personas me miraron raro al pasar.

Y entonces empecé a caminar de nuevo. No hacia la salida, sino hacia adentro. Otra vez.

—Está bien —dije, acelerando el paso—. Pero si esto sale mal…

—¿Qué puede ser peor que la situación que están viviendo ahora? —interrumpió con una risa ligera antes de colgar.

Volví sobre mis pasos casi corriendo, con esa velocidad ansiosa que solo tiene sentido cuando el corazón quiere llegar antes que el cuerpo.

La entrada del equipo de los Yankees estaba cerrada. Obvio: zona restringida, acceso solo para personal autorizado, con seguridad y cámaras vigilando cada movimiento. Todo lo que deseaba evitar. Aun así, me quedé allí, como si mirar fijamente la puerta pudiera hacer que se abriera por arte de magia.



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En el texto hay: romance, amor

Editado: 14.06.2025

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