Bajo la noche más larga

42

La última vez que estuve en esta cabaña, el invierno lo cubría todo con su manto blanco y silencioso. Ahora, el otoño hacía su entrada triunfal con pinceladas de oro y ámbar. Las hojas crujían bajo mis botas y el aire tenía ese aroma inconfundible a tierra húmeda y madera.

Empujé la puerta con cuidado, y la madera crujió bajo mis pies con ese sonido tan característico y familiar que me hizo sonreír. Dejé el bolso en el suelo y recorrí el lugar lentamente. Nada había cambiado. Todo seguía en su sitio, como si el tiempo hubiera decidido detenerse aquí.

Subí a la habitación con el corazón latiendo con fuerza y me dejé caer sobre la cama.

La misma cama.

Cerré los ojos.

Y ahí estaban los recuerdos, arremolinándose como si los hubiera dejado en pausa justo en esa almohada.

La forma en que me besó esa noche, como si el mundo pudiera acabarse y no importara. El modo torpe —y tan malditamente sexy— en que se quitó la camiseta, como si el deseo le ganara al sentido común. La manera en que nuestras risas se mezclaron con el crujido del colchón. Y el silencio después. Ese tipo de silencio donde uno se queda pegado a la piel del otro, como si fueran dos piezas del mismo rompecabezas.

Abracé la almohada con fuerza, intentando calmarme, evitando salir corriendo a buscarlo.

Iba a verlo pronto.

Tenía que verlo pronto.

La ansiedad me mantenía en vilo, pero me obligué a no llamarlo. Tal vez estaba cansado, celebrando o simplemente dormido. No quería ser una molestia ni parecer desesperada, aunque en el fondo lo estaba. Un poco. O quizás mucho.

Pasé la noche sin pegar los ojos, escuchando el viento golpear las ventanas, imaginando cómo sería cuando cruzara esa puerta y lo viera de nuevo. Cuando finalmente amaneció, mi ansiedad era casi insoportable. Necesitaba moverme, hacer algo para distraerme. Me cubrí el rostro con una bufanda para pasar desapercibida y fui al pueblo. Compré café recién hecho, croissants, fruta y pan, aunque los nervios me cerraban el estómago.

Al regresar a la cabaña, vi un auto blanco estacionado frente a ella y algo como un tirón eléctrico me recorrió entera. No hacía falta ser un genio para saber de quién era ese coche.

La bolsa de papel crujió entre mis dedos, pero ya no sentía ni el frío, ni el miedo, ni el peso de las horas sin dormir. Solo el tambor salvaje que era mi corazón.

Cuando empujé la puerta de la cabaña, Kyle estaba justo ahí. En el centro de la sala. Quieto, como si no supiera qué hacer o qué decir.

A pesar de haber ensayado este momento mil veces en mi mente, ninguna versión le hacía justicia a lo que fue verlo ahí, tan real. De verdad. En carne y hueso. Con esa presencia suya que no necesita moverse ni hablar para hacerme colapsar por dentro.

Me quedé congelada al principio. Luego solté las bolsas con un golpe torpe que resonó en el silencio. Mis piernas temblaban; mi alma también. Él se veía agotado. La barba un poco más crecida, los ojos intensos pero cansados.

—¿Pensaste que me había ido? —pregunté en un susurro casi inaudible.

—Sí —respondió con la mandíbula apretada—. La casa estaba vacía. Llamé, busqué y no había nada. Pensé que había llegado tarde.

—Solo fui al supermercado —intenté sonreír, aunque mis labios temblaban—. Iba a preparar algo de desayuno.

El silencio entre nosotros se alargó como un puente frágil que ninguno se atrevía a cruzar. Esperaba que dijera algo, que hiciera algo, pero él solo me miraba con una intensidad que me desarmaba por completo.

Y fue entonces cuando lo noté: sus ojos enrojecidos, como si hubiera llorado.

—Tienes los ojos rojos —dije en voz baja, dando un paso hacia él.

Apartó la mirada rápidamente, como si no pudiera sostenerla. Como si lo hubiera sorprendido en su momento más vulnerable.

Sí, él había llorado.

—Dormí poco —murmuró—. Maldita sea… soy tan patético.

—No lo eres —respondí sin dudar.

—¿Y qué otra cosa soy? —bufó, y su sonrisa rota me rompió por dentro—. Conduje seis horas como un maldito lunático para llegar a una casa vacía. Y me senté en este sofá creyendo que te había perdido. Otra vez.

Otra vez.

Esa palabra quedó flotando entre nosotros, como una herida vieja.

—Estás lejos de ser alguien patético —le dije. Y lo dije en serio. Porque ahí, parado frente a mí, estaba lejos de serlo.

Nos miramos sin decir nada, un silencio cargado de demasiadas cosas. Quería acercarme, abrazarlo, borrar esa expresión de dolor de su rostro, pero algo me detenía.

Él fue el primero en romper el silencio.

—¿Por qué querías verme?

Abrí la boca. La cerré. Una y otra vez. Como una idiota que se había aprendido el discurso, pero olvidó las palabras justo antes de salir al escenario.

Miré las bolsas, como si pudiera esconderme en ellas. Señalé una, sin pensar.



#112 en Joven Adulto
#2617 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor

Editado: 14.06.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.