Estábamos en los malditos Hamptons. Así lo diría Domínguez, con esa sonrisa de idiota orgulloso que se le pega cada vez que menciona su nueva adquisición: su pequeño trofeo de un par de millones. Era un presumido insoportable. Desde que compró su casa nueva, nos invitaba cada cinco minutos, como si admirar su buen gusto inmobiliario fuera una obligación moral. Al final, acepté solo porque Ever me convenció de que ya no podía seguir ignorando sus insistentes invitaciones.
Era una tarde perfecta: risas, cerveza fría, carne chisporroteando en la parrilla y amigos que hablaban más de la cuenta. Y, sin embargo, yo no podía dejar de mirar hacia la entrada del jardín como un perro esperando que le abrieran la puerta.
—Hermano, si sigues mirando así, vas a hacer que Ever regrese escoltada por la fuerza militar —comentó Hendricks sin apartar los ojos de la carne, que vigilaba con devoción.
—Déjalo —dijo Gia, su novia, mientras cortaba tomates—. Me prometió que iba a ayudar con las guarniciones, pero el único ingrediente que le interesa es Destiny.
—Y ni siquiera lo niega —añadió Hendricks, sin darme oportunidad de defenderme—. Míralo. Domado. Absolutamente entregado. Si ella silba, él se sienta.
—¿Y cuál es el problema con eso? —repliqué, encogiéndome de hombros—. ¿Que estoy enamorado de mi novia? ¿Que la extraño después de treinta malditos minutos? Wow, qué tragedia. Llamen al FBI.
Gia sonrió. Una de esas sonrisas que parecen dulces pero esconden dinamita.
—Ohhh, no tenemos problema. Solo estamos impresionados con tu nivel de dependencia.
—Cierto, cierto —intervino Hendricks con tono burlón—. Pero te felicito, hermano. Domínguez debería aprender de ti. Eres el ejemplo perfecto del hombre azotado y responsable.
Los ignoré. O al menos fingí hacerlo. Volví a los vegetales con una concentración impostada, porque ¿qué más podía hacer? Tenían razón. La extrañaba. Aunque solo hubiera ido al supermercado.
Y fue entonces cuando la vi.
Ever apareció cruzando el jardín con una bandeja de carne fresca en las manos, moviéndose con esa gracia natural que tiene alguien que no es consciente del efecto que causa. Llevaba una falda blanca que se balanceaba con la brisa y un top a juego que dejaba lo justo a la imaginación. Su cabello, más largo ahora, se movía como si tuviera vida propia.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí ese estúpido tirón en el pecho. Sus ojos brillaron como si cruzar el jardín fuera un reencuentro tras años perdidos en continentes opuestos. Y sí, lo admito: mi corazón hizo algo ridículo en ese instante.
Detrás de Ever venían Domínguez y su novia, Yoanna, cargados con bolsas y vino, irradiando esa energía descaradamente caótica que siempre los acompaña cuando están a punto de decir algo que nadie pidió escuchar.
—¡Mírenla, mírenla! —canturreó Domínguez, alzando una ceja—. ¿Vieron cómo volvió corriendo del súper? No fue por la carne. No, no, no. ¡Fue por el señor Gardner!
Ever soltó una carcajada justo antes de acomodarse a mi lado y rodear mi cuello con sus brazos.
—Lo tuyo es grave —le susurré—. Estás completamente enganchada.
—No me provoques —respondió con ese tono juguetón que me volvía idiota—. Además, voy a ayudarte con los vegetales... y tendré un cuchillo en las manos.
Yoanna pasó junto a nosotros con una sonrisa burlona y no se contuvo.
—Y aun así, volviste más rápido que nadie al jardín.
Domínguez, que no sabe cuándo callarse, decidió sumar.
—Bah, es la fase de luna de miel. Todo es dulzura y besitos cuando estás empezando —afirmó como si fuera un gurú de las relaciones.
Yoanna frenó en seco y lo miró con una ceja arqueada.
—¿Ah, sí? —preguntó con una calma que daba miedo—. ¿Cinco años conmigo y ya no te pasa lo mismo?
El silencio que siguió fue tan denso como el humo saliendo de la parrilla. Domínguez tragó saliva. Literalmente. Todos lo oímos.
—Lo que quise decir es que el amor… madura —intentó explicar, pero Hendricks lo remató sin piedad.
—La cagaste —dijo, cerrando la tapa de la parrilla como quien firma una sentencia—. Como siempre.
Y, como era inevitable, todos estallamos en risas.
Ever se inclinó para mirarme con una sonrisa que me hizo olvidar cómo se respiraba.
—Vamos, aún tienes vegetales por cortar. Gia te va a destripar si no te apuras.
Asentí como un soldado al recibir órdenes. Lo habría hecho aunque me pidiera pelar patatas por el resto del día.
La tarde se deslizaba lenta, bañada en calor y risas, con el murmullo del mar de fondo. La carne había quedado perfecta, las cervezas seguían frías y Hendricks y Domínguez se encargaban de que nunca faltaran las carcajadas. Era imposible tener una conversación seria con ellos cerca.
El cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados y dorados, un espectáculo que nos invitaba a quedarnos en el jardín. Desde donde estábamos, la vista al mar era una maldita postal. Ever se sentó en mi regazo, apoyada contra mí como si encajara allí. Y yo... bueno, yo no pensaba soltarla.