Después de mi inesperada conversación con Kyle, pasé los siguientes dos días con los pies a medio centímetro del suelo.
Flotando.
Suspendida en una especie de limbo hormonal, emocional y completamente irracional, donde las orugas en mi estómago estaban a punto de convertirse en mariposas y salir volando por todo Stowe.
Me sorprendía sonriendo sola. En clase. En casa. Incluso mientras lavaba los platos. Sonriendo como una boba enamorada, todo porque Kyle me había hablado. Por un momento, me permití pensar en él más de la cuenta. Me imaginé topándomelo “accidentalmente” unas doce veces por semana. Tal vez trece, si la suerte me sonreía.
Y entonces, Marcus vino a mi mente con su: “Deberías dejar el club de música y dedicarte por completo al periodismo”. Y por primera vez... estuve tentada. Porque, siendo realistas, si cubrir un partido de béisbol me llevó a una conversación casual, divertida, cómplice con Kyle... ¿No sería inteligente aprovechar esa racha de suerte?
¿Sí?
Sí.
Pero no.
La música era lo único que hacía que este corazón adolescente —lleno de dudas, canciones y deseos contradictorios— tuviera sentido. Y aunque papá quisiera que la dejara, y Marcus creyera que tenía más futuro escribiendo columnas deportivas... yo sabía la verdad. La música me sostenía. No podía ni quería dejarla.
Así que, al final, decidí que mi conversación con Kyle había sido solo un día de suerte. Una casualidad estúpidamente hermosa. Un momento fugaz, como un destello de sol entre nubes grises.
No era algo para sobrepensar, ni para inventar historias románticas en mi cabeza que terminaran en decepción. Estaba bien admirarlo desde lejos, fantasear un poquito, pensar en su sonrisa sin que él lo supiera. Eso podía manejarlo.
¿Pero sentir algo real por él?
No.
El amor no era una canción que podías borrar si no te gustaba el verso. No tenía botón de “deshacer”. El amor dejaba marcas, huellas que a veces ni todo el tiempo del mundo podía borrar. Y yo… no estaba lista para algo así.
Así que seguí con mi vida. Clases. Canciones. Fotos. Notas para el periódico escolar. Canté cuando nadie me escuchaba. Escribí versos que tal vez nunca mostraría. Y guardé mis pensamientos más peligrosos y mis ideas románticas en una caja mental bien cerrada, donde solo yo pudiera verlos.
Porque sí, era una adolescente con emociones desbordadas, pero también sabía cuándo protegerme del dolor. Por ahora, admirarlo desde lejos estaba bien.
Y entonces llegó el viernes.
Tenía mi cámara al cuello, la libreta en mano y el corazón a punto de hacerme un hueco en el pecho. El partido era amistoso —un equipo de otro pueblo había venido a jugar contra nosotros—, pero para mí, cada partido donde Kyle estaba en el campo era como una mini película romántica en potencia. Una oportunidad para coleccionar momentos… aunque solo fueran para mí.
Tomé apuntes durante todo el juego: jugadas clave, estrategias del lanzador, errores en segunda base que casi nos cuestan la ventaja. Y sí, tomé muchas fotos de Kyle. Muchas.
En movimiento.
Quieto.
Concentrado.
Desprevenido.
Y mi favorita: sonriendo. Especialmente sonriendo.
Nuestra escuela ganó, como siempre. Y cuando la mayoría ya se había marchado, yo me quedé sentada en las gradas, revisando mis notas y mirando las fotos en mi cámara. Algunas me hicieron reír bajito, especialmente una donde Kyle salía estornudando mientras Robinson lo miraba con cara de asco mal disimulado.
Estaba tan metida en mi burbuja de fangirl reprimida que casi me caigo de la grada cuando escuché una voz muy, muy cerca.
—¿Qué estás viendo tan divertida?
Kyle estaba parado frente a mí con una botella de agua medio vacía en una mano, la gorra hacia atrás y una sonrisa tan brillante que le hacía competencia al sol.
—¿Te pasa algo? —preguntó, más divertido que preocupado.
—¿Eh? No. Nada. Solo... estaba viendo una foto mal tomada —mentí, porque si había algo que no estaba mal en esa foto… era él.
—¿Ah, sí? ¿Puedo ver?
—¡No! —Mi respuesta fue tan rápida y tan alta que hasta yo misma me asusté.
Kyle arqueó una ceja con diversión contenida.
—¿Acaso son fotos secretas?
—¿Fotos secretas? No. Claro que no. Sería raro... Muy raro... Rarísimo... No, no... —Empecé a balbucear como si me pagaran por hacerlo.
Estaba segura de que yo sería la primera persona en morir por vergüenza súbita.
—Está bien, no insistiré —dijo antes de sentarse a mi lado, como si fuera lo más natural del mundo.
Estaba demasiado cerca.
Tan cerca que podía ver las gotitas de sudor brillando en su clavícula. Tan cerca que su rodilla rozaba la mía, aunque probablemente fue sin querer… ¿O no?