Bajo la noche más larga

EPÍLOGO |3|

En Stowe, los veranos eran una especie de leyenda.

Porque cuando pasas tres cuartas partes del año con los huesos congelados, una tarde a 24 grados, sin lluvia ni viento glacial, se sentía como un milagro caribeño. Todos en el pueblo salían a disfrutar del clima como si fueran estrellas de un comercial de protector solar. Todos, menos yo.

No con esta horrenda camisa a rayas que mi madre jura que “le da formalidad a la tienda”, y definitivamente no con una cámara muerta entre las manos.

Intentaba encenderla. Otra vez.

Nada.

Era como intentar revivir a alguien con palmaditas en la mejilla.

Ya había agotado todos los tutoriales de internet, y la poca esperanza que me quedaba estaba puesta en Doug, el amigo de mi padre, famoso por decir que no había nada que no pudiera arreglar.

Estaba intentando revivir mi cámara por décima vez cuando escuché el pitido de la puerta.

—¡Hola, buen día! Bienve... —Mi tono cantarín, reservado para los clientes, murió en mi garganta al ver quién acababa de entrar.

¡Era Kyle con sus amigos!

Porque claro, de todos los días, tenía que ser justo este: el día en que mis padres se habían ido al médico y me tocaba cubrir el turno completo. El día en que estaba sola, sudorosa, con ojeras y una cámara rota.

Mi cerebro entró en pánico antes de que pudiera formular un plan coherente. ¿Qué hice? Me lancé al suelo detrás del mostrador como si estuviera en una zona de guerra.

Me cubrí la cara con las manos.

—Oh. Dios. Mío. —murmuré entre los dedos—. No puede ser. No puede ser.

Podía escuchar sus voces al otro lado del mostrador: cálidas, relajadas, llenas de bromas que me hacían sentir aún más incómoda.

Hablaron sobre qué bebida comprar. Discutieron entre refresco y jugo, como si no supieran que ambos sabían a azúcar concentrada. Se empujaban entre ellos, reían, tan cómodos... a diferencia de mí.

Intenté respirar.

Tal vez se irían.

Tal vez dejarían el dinero en el mostrador y me perdonarían por ser una empleada fantasma.

—¿Hola? ¿Alguien trabaja aquí o es autoservicio? —gritó Robinson entre risas.

—Tal vez fue al baño —sugirió otro.

—¿Entonces qué? ¿Nos vamos sin pagar?

Sabía que no podía quedarme ahí abajo para siempre. Así que, reuniendo lo poco que quedaba de mi dignidad, me levanté de golpe.

La reacción fue instantánea.

—¡Agh! ¡Santo cielo! —saltó uno de ellos.

—¡¿De dónde saliste?! —se echó a reír Robinson.

—¡Juro que pensé que estabas poseída! —agregó otro, llevándose la mano al pecho.

Kyle también parecía sorprendido, pero luego sonrió. Una sonrisa lenta, casual, que probablemente no significaba nada para él, pero que a mí me hizo sentir como si alguien hubiera encendido un reflector directo a la cara.

—Hola, Ever.

Yo ni siquiera me atreví a decir algo; simplemente asentí. La vergüenza no me permitía articular palabra. Mientras pasaba las botellas por el lector, evitaba su mirada como si fuera un rayo láser capaz de derretirme al instante. Mis manos temblaban, y el escáner parecía tener problemas para leer los códigos... o quizás el problema era yo, porque mis dedos parecían haberse convertido en mantequilla.

Todo entre ellos eran bromas, bromas y más bromas. Hasta que Kyle, de pronto, metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón, sacó su billetera y dijo:

—Yo invito.

El grupo se giró hacia él con risas, palmaditas y un “¡Uuuuuh, el rico!” que me hizo rodar los ojos, aunque no pude evitar que la comisura de mi boca se curvara apenas.

Uno a uno salieron entre empujones y carcajadas, hasta que solo quedaron dos personas frente al mostrador: Kyle… y Robinson. Este último se quedó medio segundo más de lo necesario, observándome con esa sonrisa ladina que no presagiaba nada bueno. Sus ojos pasaron de mí a Kyle, luego de Kyle a mí, y levantó una ceja. No dijo nada, pero su expresión lo dijo todo.

Y entonces, por fin, salieron todos.

Excepto Kyle.

Quise comportarme como si nada. Como si Kyle fuera simplemente el señor Davidson, que venía todos los días por leche descremada y se quejaba del precio. Pero no. No era el señor Davidson. Era Kyle. Kyle Gardner. Y yo no estaba ni remotamente preparada para atenderlo como si no acabara de sacarme los nervios del cuerpo con solo sonreírme.

Él tomó un sorbo de su bebida, mirándome con una expresión relajada que no combinaba en absoluto con la tensión que se había instalado en mis hombros.

—¿Estuviste evitándome? —preguntó, sin más.

La risa que salió de mi boca fue un desastre.

—¿Qué? Claro que no. ¿Hay alguna razón para evitarte?

—Eso es lo que quisiera saber. ¿Hay alguna razón para que me evites?



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En el texto hay: romance, amor

Editado: 14.06.2025

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