Nam Manopakorn
El aire caliente de Bangkok me golpeó con una fuerza casi física en cuanto crucé las puertas del aeropuerto. Después de tantos años en Inglaterra, había olvidado lo sofocante que podía ser el clima de mi país y, sin embargo… una parte de mí lo agradecía. Era como si el calor me recordara que estaba en casa, que los inviernos fríos y solitarios de Londres habían quedado atrás.
El chofer de la familia me esperaba en la salida, erguido y formal, con un cartel sencillo donde mi apellido resaltaba en letras negras: Manopakorn. No era la primera vez que veía mi apellido escrito de esa forma, pero sí la primera en mucho tiempo que me hizo sentir el peso de pertenecer a algo más grande que yo.
El viaje hasta la mansión fue silencioso. Apoyé la frente contra el vidrio de la ventana y dejé que la ciudad se desplegara ante mis ojos: los puestos callejeros, los templos que asomaban entre edificios modernos, las motocicletas que se deslizaban como flechas entre el tráfico… Todo me resultaba familiar y extraño a la vez, como si observara recuerdos ajenos. Inglaterra había cambiado mi forma de ver el mundo. O tal vez era yo quien había cambiado demasiado.
Cuando por fin el auto se detuvo frente a la mansión de mi padre, respiré hondo. El lugar no había cambiado: los jardines impecables, las columnas blancas, la fuente al centro que parecía saludarme con su murmullo constante. Bajé despacio, con mi maleta en una mano, sintiendo que mis pasos pesaban más de lo habitual.
No tuve tiempo de tocar el timbre. La puerta se abrió de golpe y una figura menuda corrió hacia mí.
—¡Nam!
Mi media hermana, Somsak, apareció corriendo hacia mí con una sonrisa desbordante. Apenas tuve tiempo de dejar la maleta a un lado cuando ya me había envuelto en un abrazo que casi me quitó el aire.
—Cuidado, me vas a romper las costillas —reí, aunque la apreté con más fuerza de la que pensaba.
—¡Dios mío! —me miró con ojos brillantes—. Estás más flaca. ¿Acaso en Inglaterra no hay comida?
—Claro que sí, pero no tenía a mi hermanita para recordarme que debía comer —respondí, y fue imposible no sonreír.
Ese abrazo me devolvió algo que había perdido sin darme cuenta: pertenencia.
La seguí hasta la sala, donde me esperaba tía Sue, la madre de Somsak —aunque no era mi madre biológica, siempre me había tratado como a una hija más—. Apenas me vio, me tomó de las manos con fuerza.
—Mi niña, ven acá. ¡Mírate! Eres la única médico de toda la familia y no sabes ni alimentarte.
—Estoy bien, de verdad —insistí, aunque ella me atrajo a un abrazo que no supe rechazar.
No tardó en aparecer mi padre. Siempre impecable, siempre tan dueño de sí mismo. Su presencia llenaba el espacio antes incluso de que hablara.
—Nalinee… —su voz fue baja, pero suficiente para hacerme enderezar la espalda—. Bienvenida a casa.
—Gracias, papá —incliné un poco la cabeza, antes de que él me envolviera en un abrazo breve, medido, pero cargado de significado.
Pronto estábamos los cuatro en el comedor. La mesa estaba llena: arroz fragante, frutas recién cortadas, té humeante. Era más que un desayuno; era un recibimiento. Y mientras nos servíamos entre bromas y comentarios, sentí algo que en Londres había escaseado: risas compartidas.
—Cuéntanos, ¿cómo era tu vida allá? —preguntó Somsak, con esa curiosidad que siempre la había definido.
El tenedor se detuvo a medio camino. Por un instante, mi mente me traicionó, queriendo mostrarme imágenes que no quería revivir. Me obligué a sonreír.
—Era… intensa —dije con calma—. Mucho hospital, largas guardias, estudios, libros… Mi vida siempre fue un poco aburrida.
—¿Aburrida? —rió Somsak, incrédula—. ¡Eres la única médico de toda la familia, Nam! Eso es de todo menos aburrido.
—Déjala, hija —intervino tía Sue con dulzura—. Seguro está agotada.
—Cansada sí, pero feliz de estar aquí —respondí, y lo sentí cierto en cada palabra.
Fue entonces cuando mi padre, con ese aire de quien siempre planea tres pasos adelante, dejó los cubiertos sobre el plato.
—Tu regreso es importante para nosotros, Nalinee. Por eso habrá una cena en tu honor.
Fruncí el ceño, incómoda.
—Papá, no hace falta. Solo quiero descansar. Mañana temprano empiezo a trabajar en el hospital y necesito estar preparada.
Él me observó en silencio unos segundos, como si evaluara mis palabras. Finalmente, asintió, aunque su mirada me dejó claro que no estaba convencido.
—Está bien. Pero hay algo que no puedes rechazar: mañana en la noche habrá una gala de la empresa. Necesito presentarte públicamente como parte de la familia Manopakorn.
Tragué saliva, intentando sonar tranquila.
—De acuerdo. Hablaré con el director del hospital para que me dé permiso de asistir.
Los ojos de Somsak se iluminaron al instante.
—¡Perfecto! Será como una alfombra roja. Te lo advierto: te voy a escoger el vestido.
Rodé los ojos, aunque mi sonrisa me traicionó.
El resto del desayuno transcurrió en calma, entre bromas y pequeñas memorias compartidas. Me descubrí riendo más veces de las que esperaba, y cada carcajada me recordaba cuánto había extrañado esa mesa, esa familia, esa normalidad que nunca había sabido valorar.
Cuando al fin subí a mi habitación, mis pasos eran lentos, cargados de cansancio. La maleta quedó olvidada en un rincón y yo me dejé caer sobre la cama. El cuarto seguía igual que en mi adolescencia: ordenado, luminoso, intacto.
Miré el techo, sintiendo un nudo en el pecho.
“Estás de vuelta, Nam… ahora empieza la parte difícil”, pensé.
Cerré los ojos. No sabía que la verdadera tormenta empezaría en esa gala, ni que en menos de veinticuatro horas mi vida se pondría de cabeza otra vez.
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Editado: 20.10.2025