Nam Manopakorn
El quirófano siempre había sido mi refugio. Allí todo era orden, control, precisión. Cada gesto estaba medido, cada decisión respaldada por años de estudio y experiencia. Pero aquella cirugía cambió mi manera de mirar ese lugar.
La paciente era joven. El caso, complejo pero abordable. Teníamos todo preparado: luz brillante, instrumentos alineados, un equipo atento. Yo avanzaba concentrada, escuchando el latido constante del monitor como si fuera un metrónomo que guiaba mis movimientos.
Fue entonces cuando lo sentí.
Primero, un olor metálico, demasiado fuerte, distinto al que conocía de miles de operaciones. Después, un calor extraño recorriendo mis brazos. El monitor comenzó a emitir un pitido irregular, y mi cabeza se nubló.
—Doctora, ¿está bien? —preguntó una de las residentes.
Quise decir que sí, que todo estaba bajo control. Pero las palabras no salieron. La visión se volvió borrosa, y el mareo me dobló las rodillas.
—¡Código interno! —gritó alguien—. ¡Saquen a la doctora Manopakorn!
Recuerdo el ruido de pasos, manos sujetándome, voces solapadas entre sí. Sentí la máscara de oxígeno cubrirme el rostro y, segundos después, todo se apagó.
Despertar fue como nadar a la superficie después de hundirse demasiado. Abrí los ojos despacio, cegada por la luz blanca del techo. El zumbido de los monitores acompañaba cada latido de mi corazón, recordándome que estaba del otro lado de la mesa.
Un médico que apenas recordaba apareció en mi campo de visión.
—Doctora, tranquila. Está a salvo.
Quise incorporarme, pero me sostuvo con suavidad.
—Tuvo exposición a sangre tóxica. Se activó el protocolo. La intoxicación fue controlada, pero necesita reposo absoluto. Estará hospitalizada bajo aislamiento hasta que los valores sean normales.
Me llevé una mano a la frente. Todo se sentía pesado, distante.
—¿Mi paciente? —pregunté con la voz ronca.
—Estable, gracias a su trabajo inicial. No se preocupe.
El alivio fue inmediato, aunque la realidad me golpeó al instante. Yo estaba en cama. Yo era la paciente. Y eso me aterraba más que cualquier diagnóstico.
—¿Visitas? —logré murmurar.
El médico negó.
—Nadie puede entrar. Lo lamento.
Sentí un nudo en el pecho. Pensé en mi padre, en tía Sue, en Somsak… y en Jenny.
El silencio de esa habitación me pareció más asfixiante que cualquier mascarilla.
Fueron cuatro días eternos. Enfermeras entrando cada pocas horas, análisis constantes, y un cuerpo que no respondía como yo quería. Hubo mareos, náuseas, vómitos, y esa sensación de debilidad que odiaba admitir.
Cuando por fin me dieron el alta, era casi medianoche. Me entregaron un paquete de medicamentos, instrucciones claras y una incapacidad de quince días. “Reposo absoluto”, repitieron tantas veces que casi lo tatuaron en mi frente.
El chofer que mi padre había asignado me esperaba. Yo apenas podía mantenerme en pie; terminé apoyada en él, casi cargada hasta el coche. Cuando llegamos a la mansión, me dejó cuidadosamente sentada en el sillón de la sala.
La escena fue digna de una obra teatral.
Tía Sue corrió hacia mí con lágrimas en los ojos. Somsak me miraba como si fuera un fantasma que regresaba de entre los muertos. Kim y Jenny estaban allí también, más serias de lo habitual. Y mi padre… mi padre había llevado a un médico privado, uno de confianza, para instalarlo en la casa.
—Durante estos días vivirás aquí —ordenó mi padre al doctor, como si la mansión fuera un hospital—. No quiero correr riesgos.
El pobre hombre asintió, aunque parecía más prisionero que invitado.
—Papá… —intenté protestar, pero no tuve fuerzas.
Esa noche fui escoltada hasta mi habitación como si fuera una reina inválida.
La primera semana fue la peor. Además de los mareos y los vómitos, la fiebre comenzó a subir y bajar como un enemigo invisible. Los escalofríos me hacían tiritar bajo las mantas y, por primera vez en muchos años, me sentí como una niña incapaz de cuidarse a sí misma.
—¡Mira cómo tiembla! —exclamaba Somsak cada noche, sentada a mi lado con un termómetro en la mano.
—Es normal, son los efectos secundarios —intentaba calmarla el médico, aunque nadie lo escuchaba.
—Normal —repetía Somsak con sarcasmo—. Claro, porque desmayarse en el baño es parte de los famosos “efectos secundarios”, ¿no?
Kim añadía con su humor ácido:
—Deberíamos ponerle un timbre como a los hoteles. Cada vez que sienta un mareo, que suene la campanita y todos corran.
Yo intentaba reír, pero en el fondo me dolía ser una carga.
Jenny aparecía siempre en los momentos más silenciosos. Se sentaba junto a mi cama, me tomaba la mano caliente por la fiebre y no decía nada durante minutos enteros. Cuando al fin hablaba, su voz era baja, suave, casi hipnótica.
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Editado: 10.11.2025