Bajo la piel de Bangkok

5

Nam Manopakorn

No sé cómo describir la sensación de volver al hospital después de casi dos meses de incapacidad. Era como entrar de nuevo a un mundo que me pertenecía y que había estado girando sin mí. El olor a desinfectante, los pasos rápidos en los pasillos, los timbres de las máquinas y las voces urgentes de médicos y enfermeras me recibieron como una vieja melodía. Respiré hondo.

Estoy en casa, pensé.

Apenas crucé la entrada principal, escuché un murmullo familiar a mi izquierda.

—Mírate, como nueva. Bueno… casi. —La voz de Kim me alcanzó antes de verla. Estaba recostada contra la pared con un café en la mano y una sonrisa de esas que mezclaban ironía con auténtico alivio.

—Muy graciosa —dije, arqueando una ceja—. ¿No tienes un set que dirigir?

—Lo tengo. Pero vine a supervisar que mi cuñada favorita no haga otro drama médico en la vida real.

—Soy tu única cuñada. Y no haré drama, haré medicina.

Kim rió, inclinándose hacia mí.

—¿Ves? Ese es el título perfecto para tu serie: “No drama, solo medicina.” Yo la produciría.

—Si yo protagonizo, tú quedas fuera del guion —repliqué, aunque una sonrisa se me escapó sin permiso.

—Imposible. Yo siempre tengo la mejor línea —respondió con ese aire sarcástico que solo ella podía hacer sonar encantador.

Sacudí la cabeza y caminé hacia el vestuario, aunque no pude evitar sentirme acompañada. No estaba sola, aunque mi corazón todavía recordaba las noches de fiebre y escalofríos donde creí que jamás volvería a ponerme la bata de médico.

No pasó mucho tiempo antes de que el caos tocara a la puerta.

—¡Código naranja en urgencias! —gritó una enfermera, corriendo por el pasillo.

El corazón me dio un vuelco, pero no de miedo. Era la adrenalina, ese fuego interno que me devolvía la certeza de quién era yo. Ajusté la bata y avancé con pasos firmes hacia urgencias.

Las ambulancias llegaban una tras otra. Camillas alineadas, pacientes cubiertos de sangre, gritos, llantos, sirenas apagándose y encendiéndose. El aire olía a metal y desinfectante, a vida en el borde.

—¡Dividan la sala! —ordené con voz clara, que salió más fuerte de lo que yo misma esperaba—. Triage inmediato. Los críticos a la derecha, prioridad roja. Que trauma tome los de tórax, yo me encargo de los de cráneo. ¡Rápido!

Un residente titubeó a mi lado.

—Doctora, ¿está segura de operar? Recién volvió…

Lo miré fijo, clavando mis ojos en los suyos hasta que bajó la vista.

—Sí. Precisamente por eso. Vamos.

El quirófano me recibió como un viejo amigo. En la mesa, un joven con traumatismo craneoencefálico grave. El monitor oscilaba con violencia, la presión subía y bajaba como una montaña rusa.

—La presión sube… ¡lo estamos perdiendo! —dijo el residente con voz temblorosa. —Respira. Ajusta la presión. Yo me encargo del hematoma —dije, manteniendo la calma. Mis manos se movían con seguridad, como si nunca hubiera dejado de hacerlo.

Sentí cómo el bisturí cortaba, cómo la sangre brotaba, cómo cada segundo era una batalla entre la vida y la muerte.

—No pensé que pudiera… después de lo que pasó… —murmuró el residente.

—El pasado no me define. Este paciente sí. Concéntrate —le respondí, con una firmeza que lo hizo volver al trabajo.

Minutos que parecieron horas después, el monitor se estabilizó. El corazón del paciente seguía latiendo.

—Tenemos pulso. Buen trabajo, todos —anuncié, soltando un suspiro que no sabía que contenía.

Mientras yo estaba en el quirófano, en la sala de espera el tiempo corría de otra forma. Lo supe después, cuando me lo contaron.

—¿Por qué tarda tanto? ¿Y si… y si vuelve a pasarle algo? —decía Somsak con lágrimas contenidas.

—Tranquila —respondió Kim, aunque sus brazos cruzados no ocultaban la tensión en su mandíbula—. Tu hermana es tan terca que ni la muerte la aguanta mucho tiempo.

Tía Sue rezaba en voz baja, sus manos apretadas. Jenny, en cambio, permanecía de pie, con los ojos fijos en la luz roja del quirófano.

—Ella no se da cuenta —dijo de pronto, con esa voz grave que parecía arrastrar secretos—, pero cuando está ahí dentro… brilla. No quiero apartarme nunca de su vida.

El silencio que siguió fue tan espeso que hasta Kim dejó de bromear.

Cuando por fin salí del quirófano, el cansancio me cayó encima como un bloque de cemento. Me quité la mascarilla y respiré profundo.

—El paciente está estable. Lo logramos —dije con voz ronca.

Somsak me abrazó de inmediato, llorando sin control.

—¡Nunca vuelvas a asustarme así!

Kim me dio una palmada en el hombro.

—Bienvenida de nuevo. Sabía que no ibas a rendirte. No es tu estilo.

—No, nunca lo fue —respondí, sonriendo con cansancio.




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