Nam Manopakorn
El hospital ya no olía a amenaza. Después de semanas luchando contra mi propio cuerpo, volvía a caminar por los pasillos con la bata sobre los hombros como si fuera mi segunda piel. La rutina me devolvía la calma: saludos rápidos a enfermeras, el sonido familiar de las ruedas de las camillas, el eco metálico de los ascensores. Todo tenía un orden, una lógica. Era mi mundo.
“Hoy será distinto”, me repetí, como si pudiera convencerme. No era un mantra de optimismo, sino un intento de aferrarme a la normalidad.
Somsak me acompañó hasta la entrada, porque al parecer todavía no confiaba en que yo pudiera poner un pie en el hospital sin supervisión. Llevaba unas gafas de sol enormes, como si fuera la mismísima celebridad de una alfombra roja.
—Prométeme que no vas a volver a terminar en una camilla —me dijo, con ese tono entre cómico y dramático que solo ella podía lograr.
—Prometo que, si pasa, te dejaré firmar mi escayola —respondí, ajustando la bata.
Ella frunció el ceño, exagerada.
—¡No es gracioso, Nam! Tú eres la doctora, no la paciente. Y te recuerdo que soy tu hermana menor, pero me haces sentir como tu niñera.
—Entonces haz bien tu trabajo, niñera Somsak.
Me dio un golpe suave en el brazo y sonrió al fin. Esa era la parte que más me gustaba de ella: podía estar aterrada, pero nunca dejaba de reír.
En el pasillo principal, me encontré con Jenny. Seguía en el hospital por las últimas grabaciones de la serie que Kim producía. Llevaba un conjunto de doctora que la hacía parecer más peligrosa que cualquier bisturí.
—Esa bata te queda mejor que cualquier vestido de gala —me dijo, caminando a mi lado como si fuera lo más natural del mundo.
—No es un vestido, es mi uniforme de guerra.
—¿Y contra quién peleas hoy?
La pregunta me pilló desprevenida. Jenny no era de palabras vacías; cada frase suya sonaba como un secreto disfrazado.
—Contra el tiempo, como siempre —respondí con evasiva, sin mirarla.
Ella sonrió de lado, esa sonrisa que parecía saber demasiado.
—El tiempo… a veces es aliado, a veces verdugo. Yo prefiero verlo como cómplice.
Me detuve, confundida, pero antes de poder responder, alguien nos interrumpió para pedir mi firma en un expediente. Jenny se despidió con un gesto de mano, dejando tras de sí un perfume suave y la certeza de que me estaba enredando sin remedio.
La junta médica comenzó como cualquier otra. Estábamos reunidos todos los especialistas en la sala de conferencias: papeles, laptops, tazas de café. El director del hospital hablaba con solemnidad, agradeciendo el esfuerzo del equipo tras los últimos meses de caos. Yo apenas escuchaba, centrada en revisar los informes.
Entonces llegó la frase que quebró mi normalidad:
—Quiero presentarles a un nuevo miembro temporal de nuestro equipo. Viene de Inglaterra con una trayectoria impresionante y será un gran aporte para nosotros.
Sentí un escalofrío en la nuca. Inglaterra. La palabra por sí sola me hizo apretar el bolígrafo con demasiada fuerza. La puerta se abrió.
Y entró él. Christopher McGonagall.
El aire cambió de densidad. El ruido de las sillas moviéndose y los murmullos de cortesía me parecieron lejanos. Todo lo que vi fue su silueta enmarcada por la puerta, su caminar seguro, la sonrisa encantadora que siempre escondía veneno.
Nuestros ojos se encontraron. No hubo duda ni sorpresa. Solo la confirmación de una herida que nunca había cerrado del todo.
—Qué sorpresa… —dijo él, como si fuera un saludo íntimo entre viejos amigos—. Nunca pensé encontrarte en Bangkok.
La sala quedó en silencio. Todos nos miraron a ambos, percibiendo algo extraño, pero sin entender qué.
—Yo tampoco —respondí, con la voz más firme que pude reunir—. Aunque habría preferido mantenerlo así.
Su sonrisa se amplió. La mía desapareció.
La junta continuó, aunque la tensión era palpable. El director presentó un caso complejo: un paciente con múltiples complicaciones, donde las opciones de tratamiento eran limitadas.
Yo propuse una intervención agresiva. Era riesgosa, sí, pero podía salvar al paciente. Christopher levantó la mano, con ese gesto lento que siempre usaba para ganar protagonismo.
—Creo que el plan de la doctora Manopakorn es… demasiado impulsivo. Mi propuesta es un manejo más conservador, que evite complicaciones innecesarias.
—Un manejo conservador puede costarle la vida al paciente —respondí, conteniendo mi rabia.
—Siempre fuiste brillante, Nam —dijo, condescendiente—. Pero también un poco temeraria.
—Prefiero arriesgarme por la vida de un paciente que quedarme cómoda en la mediocridad.
Algunas cabezas se giraron, sorprendidas por la dureza de mis palabras. Él no perdió la calma; al contrario, parecía disfrutarlo.
—Nada ha cambiado —murmuró, casi para sí, pero lo suficientemente alto para que yo lo escuchara.
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Editado: 10.11.2025