Bajo la piel de Bangkok

9

Nam Manopakorn

No pude dormir después de la gala.

El reloj marcaba las dos de la madrugada y seguía despierta, sentada en el borde de la cama, mirando la ciudad a través de las cortinas abiertas. El salón de eventos había quedado atrás, pero su ruido seguía dentro de mi cabeza: la música, las risas, la voz de Christopher, el eco de un nombre que no quería volver a oír.

Evelyn Blackwood.

Cerré los ojos. El simple recuerdo de ese nombre me provocó un nudo en el pecho. Y, sin embargo, lo que realmente no me dejaba respirar no era ella… era Jenny.

Su perfume seguía en mi ropa. Su voz, en mi mente.

Había algo en ella que no entendía, algo que me descolocaba por completo.

Con Evelyn, el amor fue un proyecto. Una construcción meticulosa de admiración y rutina. Nos unía la lógica, la ambición, la fascinación por la precisión del cuerpo humano.

Con Jenny… no había lógica.

Era caos y calma, fuego y ternura. Ella no analizaba: sentía. Y cuando me hablaba, sentía que cada palabra tocaba un lugar que nadie había tocado antes.

Tal vez por eso me asustaba tanto.

Porque lo que sentí con Evelyn fue amor. Pero lo que estaba empezando a sentir por Jenny… era algo más profundo. Algo que no podía controlar.

Me recosté, cerrando los ojos con fuerza. No quería admitirlo, pero mi corazón lo hizo por mí. Jenny me estaba haciendo sentir viva de nuevo.

Y eso dolía tanto como sanaba.

Pasaron varios días sin que respondiera mensajes ni llamadas. Tomé mis días libres y me encerré en la mansión de mi padre, en la habitación que solía ser mía cuando era adolescente. Nadie insistió, salvo Somsak.

Ella era así: insistente, obstinada, luminosa.

Esa tarde, me encontraba en la biblioteca familiar, rodeada de libros antiguos y el aroma de té jazmín que la tía Sue siempre dejaba preparado. Me había refugiado allí, entre los estantes, buscando silencio.

Pero Somsak no creía en el silencio.

—Así que este es tu escondite —dijo desde la puerta, apoyada contra el marco—. Pensé que te habías fugado a otra dimensión.

—No estoy escondida —respondí, sin levantar la vista del libro que ni siquiera estaba leyendo.

—Mentira número uno —replicó, caminando hacia mí—. Cuando alguien dice que “no está escondido”, normalmente lo está.

Suspiré.

—¿Qué quieres, Somsak?

—La verdad —dijo, directa.

Su tono no tenía rastro de humor.

—Quiero saber quién diablos es Christopher y por qué actúas como si te hubiera atropellado un tren desde que llegó.

Levanté la mirada. Sus ojos, tan parecidos a los de mamá, me observaban con una mezcla de preocupación y enojo.

—No es asunto tuyo.

—Esa excusa ya no sirve, Nam. —Se sentó frente a mí—. Soy tu hermana. Y si algo te está lastimando, sí es asunto mío.

Guardé silencio. Ella se inclinó hacia adelante, bajando la voz.

—Jenny nos contó lo que pasó en la gala. Kim también lo mencionó. Dijo que Christopher habló de una mujer… Evelyn. ¿Quién es?

Por un momento, pensé en mentirle. Pero no pude. No esta vez.

—Fue mi pareja —dije finalmente, despacio—. Estuvimos juntas durante cuatro años, en Inglaterra.

Somsak se quedó quieta. Ni siquiera parpadeó.

—¿Y Christopher?

—Éramos colegas. Trabajábamos en el mismo hospital. Los tres coincidíamos en los mismos turnos, las mismas reuniones… las mismas cenas. —Hice una pausa, respirando hondo—. Hasta que un día llegué a casa antes de tiempo.

—No —murmuró, casi sin voz.

Asentí.

—La encontré con él. En nuestra cama.

Somsak llevó una mano a la boca, como si el aire le doliera.

—Nam… —No grité, no lloré. Solo me fui. —Mi voz tembló un poco, por primera vez en años—. Me tomó menos de dos horas empacar mi vida y subirme a lo primero que me llevara lejos de ese lugar.

El silencio se volvió pesado. La chimenea crepitaba suavemente, como si intentara llenar el vacío entre nosotras.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —preguntó, con la voz quebrada—. Soy tu hermana. ¿Qué tan grave fue?

—Grave al punto de dejarme hecha pedazos —respondí—. Y él estuvo allí. Vi su rostro cuando salí de esa habitación. No dijo nada. No pidió perdón. Solo me miró con lástima.

—¿Y pretendes seguir trabajando a su lado como si nada? ¡Nam, eso es una locura! —Su tono se alzó, lleno de rabia protectora.

—No puedo evitarlo. No puedo huir cada vez que el pasado aparece.

—No es huir, Nam, ¡es cuidarte! —replicó, con los ojos vidriosos—. ¿Sabes lo que me duele? No que te lo hicieran, sino que nunca me dejaste ayudarte.

No pude responder.




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