Bajo la piel de Bangkok

10

Nam Manopakorn

El hospital tenía ese olor inconfundible a desinfectante y café recalentado que solo aparece cuando la noche está a punto de caer. Afuera, la lluvia comenzaba a tamborilear contra los ventanales; adentro, las luces blancas hacían que todo pareciera más frío.

Era uno de esos días en que ni siquiera el bisturí se sentía como una herramienta, sino como una extensión de mis pensamientos: precisa, distante y lista para cortar cualquier cosa que intentara acercarse demasiado.

Christopher llevaba casi dos semanas en el hospital. Dos semanas que se habían sentido como una prueba de resistencia.

Cada vez que lo veía caminar por los pasillos con su bata blanca y su sonrisa arrogante, algo dentro de mí se tensaba.

No era miedo. Era… memoria.

Memoria de una época en que creí conocerlo, en que pensé que detrás de su inteligencia había humanidad. Pero no. Christopher McGonagall siempre había sido una tormenta con rostro amable.

Me encontraba revisando unos informes postoperatorios cuando golpearon mi puerta.

—¿Molesto? —preguntó una voz que ya conocía demasiado.

—Depende —contesté sin levantar la mirada—. ¿Vienes a hablar de medicina o de tu ego?

Escuché la risa contenida, esa que usaba cuando pretendía no sentirse afectado.

—De ambos, tal vez. El director quiere que revisemos juntos el caso de Lim Thanapat, el paciente de cardiopatía congénita.

—Entonces hablemos del paciente, no de ti.

Él se sentó frente a mí, dejando caer el expediente sobre mi escritorio.

—Curioso —dijo mientras lo abría—. Pensé que después de tantos años ibas a dejar de tratarme como si fuera un estudiante torpe.

—No eres torpe, Christopher. Solo… irresponsable —repliqué, marcando unas notas en el informe—. Siempre lo fuiste.

—¿Irresponsable? —arqueó una ceja—. ¿Por enamorarme de la persona equivocada?

Mi pluma se detuvo a medio trazo.

—No empieces.

—Oh, Nam. —Su voz bajó un tono—. Evelyn solía llamarte “mi brújula”. ¿Todavía te duele escuchar su nombre?

Sentí el aire escapar de mis pulmones.

—Tú no tienes derecho a mencionarla.

—¿No? —Se inclinó hacia adelante—. Ella también fue mi error, pero al menos yo no la idealicé.

—Cállate, Christopher.

—¿Por qué? —Su sonrisa se volvió cortante—. ¿Porque te recuerda que no todo se puede controlar con un bisturí? ¿O porque temes que la historia se repita con tu nueva amiga?

Mi mirada se clavó en la suya.

—¿Qué estás insinuando?

—Nada. Solo digo que Jenny parece… interesante. Me pregunto si también caerá rendida ante ese aire tuyo de heroína trágica. —Dejó que su voz se deslizara, venenosa—. Tal vez debería averiguarlo.

El sonido de mis dedos golpeando el escritorio rompió el silencio.

—No te atrevas a acercarte a ella.

—¿Y si lo hago? —preguntó con un tono que mezclaba burla y desafío.

Me levanté, conteniendo la rabia.

—Te lo advierto, Christopher. No te atrevas.

Y justo entonces, escuché una voz desde la entrada de mi oficina.

—¿A quién no debe acercarse?

El corazón se me heló.

Jenny estaba de pie en la puerta, con el ceño fruncido y los labios apretados.

Christopher se volvió hacia ella con una sonrisa impecable, como si la escena no tuviera nada de extraño.

—Ah, Jenny, ¿verdad? —dijo con su tono encantador—. Estábamos hablando justamente de ti. Qué coincidencia.

Jenny parpadeó, desconcertada, mirando de él a mí.

—¿De mí? ¿Por qué?

Yo iba a responder, pero Christopher se adelantó.

—Solo discutíamos sobre… límites profesionales. Ya sabes, el tipo de cosas que la doctora Manopakorn se toma demasiado en serio.

—Christopher —advertí.

—Tranquila, Nam. —Se levantó, ajustándose la bata con calma—. No diré nada inapropiado.

Me miró de nuevo, con esa chispa cruel en los ojos.

—Nos vemos luego. Y tranquila… no pienso tocar lo que ya está roto.

Salió sin una pizca de remordimiento, dejando la puerta entreabierta y un vacío en el aire.

Jenny la cerró detrás de él y se cruzó de brazos.

—¿Quieres explicarme qué acaba de pasar?

Me llevé una mano al puente de la nariz, tratando de recuperar el control.

—No fue nada importante.

—No mientas, Nam. —Su voz sonaba herida, pero firme—. Lo vi. Hay algo entre ustedes.

—No hay nada —dije, demasiado rápido.

Jenny me observó en silencio. Tenía esa mirada que parecía ver a través de las capas, una mezcla de curiosidad y vulnerabilidad que me desarmaba.




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