Nam Manopakorn
No sabría decir si fueron días o semanas. El tiempo dejó de tener forma después de aquella discusión con Jenny.
Los turnos en el hospital se mezclaban con noches sin sueño, cafés fríos y conversaciones que no llevaban a ninguna parte. Todo lo que antes me daba equilibrio se volvió ruido, y todo lo que intentaba callar se volvió un eco constante.
Jenny no llamó. No escribió. Y, por más que fingiera lo contrario, cada silencio suyo me dolía como un bisturí que abría despacio, sin anestesia. Me repetía que era mejor así, que mantenerla lejos era protegerla. Pero cada vez que el teléfono vibraba y no era su nombre, sentía que algo dentro de mí se marchitaba.
Así que esa noche me rendí a mi costumbre más vieja: el aislamiento. Encendí una lámpara, abrí un libro que no leí y me senté frente a la ventana a mirar la lluvia caer sobre los jardines de la mansión.
El aire olía a tierra mojada y a recuerdos que se negaban a morir.
No esperaba visitas. Y mucho menos… a ella.
La puerta se abrió sin aviso, con un golpe seco que rompió el silencio.
—¿Puedo pasar? —preguntó una voz firme, tan clara que el corazón se me detuvo un segundo.
Jenny estaba allí. De pie en el umbral, empapada por la lluvia, con el cabello pegado al rostro y los ojos llenos de una mezcla que no supe si era rabia o tristeza.
Llevaba una chaqueta negra, los labios apretados y esa determinación suya que siempre me hacía sentir al descubierto.
—Jenny… —fue todo lo que alcancé a decir.
Cerró la puerta detrás de ella, despacio.
—Me cansé, Nam.
La miré sin entender.
—¿De qué?
—De esto. —Dio un paso al frente—. De tus evasivas. De tus silencios. De que cada vez que te toco parece que estás hecha de hielo.
Su voz temblaba, no de enojo, sino de algo más profundo.
—Mírame —pidió—. Y dime por qué ese hombre te hiere tanto.
Sentí un nudo formarse en la garganta. No había planeado hablar de eso nunca más. Pero sus ojos me lo pedían con tanta honestidad que seguir callando me pareció cruel.
Respiré hondo, buscando palabras entre los escombros de mi pasado.
—Porque la mujer que pensé que era mi vida… me engañó con él.
El silencio cayó como una losa. Jenny no se movió. No respiró. Yo seguí, porque si me detenía, no podría continuar jamás.
—Evelyn Blackwood —susurré, apenas—. Era ginecóloga y cirujana fetal. Nos conocimos en la universidad, en Londres. Estuvimos juntas casi cuatro años. Vivíamos juntas. Creía… —mi voz se quebró— creía que era amor.
Las lágrimas me ardían, pero no hice nada por detenerlas.
—Una noche llegué a casa antes de tiempo. La encontré con él. Con Christopher. —Tragué saliva—. Me dijo que nunca me había amado, que solo estaba conmigo por costumbre… y que él la hacía sentir viva.
Las palabras flotaron entre nosotras como humo.
Jenny se acercó despacio, sin hablar. Cuando me tocó la mano, fue como si el aire volviera a entrar en mis pulmones después de años de contención.
—No soy ella —susurró, con una voz suave, casi temerosa—. No vine a destruirte, Nam. Vine a quedarme.
La miré, y por primera vez en mucho tiempo, el peso que cargaba se volvió demasiado. Me derrumbé. No con gritos ni con rabia. Solo con lágrimas.
Jenny me abrazó sin decir nada. Y yo me aferré a ella como si su calor fuera lo único capaz de mantenerme entera.
Su perfume tenía un algo dulce, familiar. No era una fragancia cara, sino algo cálido, humano. No recordaba la última vez que alguien me había abrazado así, sin exigencias, sin miedo.
—No tienes que ser invencible conmigo —murmuró contra mi cabello—. No voy a huir si te rompes.
Me quedé callada. Era extraño escuchar eso. Casi me dolía de tan sincero.
Respiré hondo y, con la voz apenas audible, confesé:
—He pasado meses pretendiendo que no siento. Que todo lo puedo controlar, que el trabajo lo cura todo. Pero tú llegaste… y todo se volvió diferente.
Jenny me miró a los ojos.
—¿Diferente cómo?
—Como si me recordaras que todavía tengo un corazón —susurré.
Ella sonrió, y fue una de esas sonrisas que se sienten, no solo se ven.
—Entonces deja que lata conmigo —dijo—. No hay prisa. Podemos ir despacio.
Asentí. Me dolía el pecho, pero era un dolor que por fin valía la pena.
—No sé cuándo empezó, pero… siento algo por ti, Jenny. No quiero apresurar las cosas. Solo… quiero hacerlo bien esta vez.
Jenny no respondió. Solo levantó una mano y la apoyó en mi mejilla. Su piel estaba tibia; su pulgar rozó mis lágrimas.
—Te esperaré —murmuró.
Y antes de que pudiera pensar en lo que hacía, la besé.
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Editado: 19.11.2025