Bajo la piel de Bangkok

13

Evelyn Blackwood

Llegar a Bangkok fue como abrir una vieja cicatriz y descubrir que aún sangraba debajo.

El aire era tan cálido y espeso que parecía contener recuerdos. Ese olor dulce a flores, mezclado con el humo de la ciudad y la lluvia suspendida en el ambiente, me trajo de golpe la imagen de ella. Nam. Mi Nam.

No había pasado un solo día en Inglaterra sin imaginar este momento: la forma en que me miraría, el temblor apenas perceptible en su voz cuando pronunciara mi nombre.

Y, cuando la vi por primera vez en el hospital, comprendí que todos esos meses de espera habían valido la pena.

Seguía siendo igual de imponente: cabello recogido, mirada firme, la elegancia natural de quien nunca intenta serlo. Pero había algo nuevo en sus ojos… una distancia. Un hielo.

Yo no podía permitir que ese hielo me borrara.

Me asignaron a una cirugía neonatal de urgencia: parto prematuro con una malformación cerebral. El caso requería intervención conjunta de mi área y la de neurocirugía.

Sonreí apenas leí la orden: Doctora Nalinee Manopakorn, Neurocirujana Principal. Qué coincidencia tan deliciosa. O tal vez, no tan coincidencia.

Entré temprano al quirófano. Me gusta llegar antes que todos: el silencio previo a la cirugía siempre me recuerda la calma antes de una tormenta.

Los residentes me saludaron, algunos con curiosidad, otros con cierta expectación. Las historias sobre mi carrera en Londres me precedían, y yo no hacía nada por desmentirlas.

Cuando Nam entró, el aire cambió. Es curioso cómo alguien puede modificar la temperatura de una habitación sin pronunciar palabra.

—Doctora Blackwood —me saludó con formalidad, evitando mis ojos.

—Doctora Manopakorn —respondí con una sonrisa casi imperceptible—. Qué inesperado… y agradable reencuentro.

Al fondo, Christopher observaba desde la estación de anestesia. Su sonrisa torcida me pareció un recordatorio de todo lo podrido que aún quedaba entre nosotros tres.

El procedimiento comenzó.

El bisturí hizo su primer corte y el quirófano se llenó de esa tensión viva que solo los médicos entendemos.

Yo me ocupaba de la cesárea y el control fetal. Nam esperaba el momento justo para intervenir con su equipo en el cerebro del bebé: milimétrica, precisa, brillante como siempre.

Durante unos segundos, nuestras manos se movieron con la misma cadencia de antes: sin palabras, sin titubeos. La vieja sincronía que una vez nos unió dentro y fuera del quirófano.

—Pinza Doyen —pedí.

—Aquí tienes —respondió ella, sin alzar la vista.

Cuando nuestras manos se rozaron, sentí la corriente. Era la misma electricidad de las madrugadas en Londres, cuando estudiábamos juntas y su respiración me servía de metrónomo.

Me acerqué apenas un poco, lo suficiente para susurrar:

—Aún recuerdas cómo trabajábamos, ¿verdad? Dentro… y fuera del quirófano.

Su gesto no cambió, pero noté el leve temblor en su pulso.

—No mezcles el pasado con el trabajo —respondió, tan fría como el acero del instrumental.

—Imposible —dije despacio, disfrutando cada palabra—. Eres mi mejor recuerdo.

Christopher fingió toser detrás de su mascarilla, apenas disimulando la sonrisa. Lo ignoré. Era parte del espectáculo.

Cuando el bebé salió y su pequeño llanto llenó la sala, todos respiramos aliviados.

Nam se limitó a hacer su parte con precisión impecable. Yo completé las suturas y di las últimas órdenes.

Al final, nos quedamos solas un instante. Ella comenzó a quitarse los guantes, sin mirarme.

—¿Qué haces aquí, Evelyn? —preguntó finalmente, sin rastro de emoción.

—Trabajando —respondí con suavidad—. Igual que tú.

—Pudiste elegir cualquier otro hospital del país.

—Oh, querida, pero este es el mejor. Y tú estás aquí. Sería una lástima no aprovechar la coincidencia.

Sus labios se apretaron en una línea fina. No dijo nada más y salió del quirófano.

La observé marcharse. Tenía la misma espalda erguida de siempre, esa que nunca cedía ante nada… ni siquiera ante el amor.

Horas después, la vi de nuevo.

Caminaba por el pasillo central del hospital con una mujer a su lado: cabello rojizo, sonrisa brillante, pasos seguros. Jenny.

La reconocí enseguida. Había leído su nombre en artículos, visto su rostro en alguna alfombra roja. La actriz que ahora orbitaba en torno a Nam.

Y Nam… Nam la miraba con una ternura que no recordaba haber visto antes.

Me quemó por dentro. No el amor, no la nostalgia. Fue el ego herido, el orgullo pisoteado. La mujer que me había pertenecido ahora sonreía de esa forma… con otra.

Más tarde, fingí una coincidencia.

La encontré en la cafetería del hospital, tomando café mientras revisaba su teléfono. Caminé hacia ella con mi sonrisa más educada.




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