Bajo la piel de Bangkok

14

Jenny Thongpradith

A veces, estar con Nam es como caminar sobre el filo de un bisturí.

Hay momentos en los que todo brilla, en los que su mirada se ablanda y parece que el mundo entero se detiene; y otros, en los que la distancia se instala entre nosotras como una pared de cristal.

Hoy era uno de esos días que empezaron en calma, con la promesa de paz, pero con el presentimiento de que algo en el aire se rompería.

Llegué al hospital casi al mediodía.

Había terminado una sesión de fotos temprano y, sin pensarlo mucho, fui directo a verla. No era la primera vez que lo hacía: la cafetería del hospital ya conocía mi rostro mejor que algunos médicos de turno.

Los pasillos olían a desinfectante y a café quemado, y entre la gente con batas blancas y pasos apresurados, estaba ella.

Nam.

La encontré en su oficina, sentada detrás del escritorio, revisando informes quirúrgicos con esa concentración suya que siempre me parece un tipo de magia.

Cuando levantó la vista y me vio en la puerta, su expresión cambió. Primero sorpresa, luego ternura.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó, apoyando la barbilla en la mano.

—Extrañarte, supongo —respondí con una sonrisa.

Ella negó con la cabeza, pero sonrió igual.

—Eres imposible.

—Y tú, adictiva.

Cerré la puerta tras de mí y me acerqué despacio.

Me encanta observarla en silencio, ver cómo el reflejo del sol se filtra por la ventana y dibuja líneas doradas sobre su piel. Nam no se da cuenta, pero tiene ese tipo de belleza que no grita: te invita a quedarte.

Apoyé mis manos sobre el escritorio, inclinándome apenas hacia ella.

—¿Mucho trabajo?

—Lo suficiente para justificar otra taza de café —contestó, aunque su tono sonó más cariñoso que cansado.

Sin pensarlo, tomé la taza que tenía frente a ella y bebí un sorbo.

—Demasiado amargo —dije, frunciendo el ceño.

—Así me gusta —respondió, sin levantar la vista.

—Eso explica muchas cosas —repliqué con una sonrisa juguetona.

Ella alzó los ojos, fingiendo molestia, y luego suspiró.

—Ven aquí.

Crucé el escritorio y me senté en su regazo, como si fuera el lugar más natural del mundo.

Sus brazos se ajustaron alrededor de mi cintura, y por un momento todo fue sencillo. Su respiración rozaba mi cuello, su perfume —una mezcla de jabón hospitalario y menta— me envolvía, y mis dedos jugaban distraídos con el cuello de su bata.

—Deberíamos salir temprano hoy —murmuré, apoyando la cabeza sobre su hombro.

—¿Y dejar a mis pacientes en manos de Christopher? —preguntó con un tono entre divertido y sarcástico.

—Dudo que el hospital colapsé por una cena —repliqué—. Además, necesito alimentar a mi novia antes de que se convierta en zombi.

—Todavía no soy tu novia oficialmente —dijo en voz baja.

—Entonces déjame convencerte durante la cena —susurré cerca de su oído.

Ella sonrió, y su sonrisa fue todo lo que necesité para saber que el día prometía.

Salimos del hospital casi al caer la tarde.

El cielo tenía ese color dorado que anuncia el fin del turno, y Nam caminaba a mi lado, con la bata doblada en el brazo y mi mano entrelazada con la suya.

Era una escena tan simple, tan humana, que dolía pensar que el mundo podía romperla en cualquier momento.

Y, como si el destino quisiera probar mi punto, ahí estaba.

Evelyn.

Esperando justo frente a la entrada principal.

Llevaba el cabello suelto, una blusa blanca impecable y esa sonrisa que solo las mujeres peligrosas saben fingir.

—Qué coincidencia, Nam —dijo con voz suave, como si no supiera que estaba destrozando la calma de alguien—. Necesitaba hablar contigo de un asunto pendiente.

Nam se detuvo en seco.

Pude sentir el cambio en su cuerpo, como si se tensara de pies a cabeza.

—No tenemos nada pendiente, Evelyn —respondió, sin rastro de amabilidad.

—Oh, vamos —insistió ella, dando un paso más cerca—. No vine a molestar. Solo quería verte. Ver si el corazón que rompí sigue latiendo por mí.

Lo dijo tan bajo, tan despacio, que tuve que contener el impulso de reaccionar.

La sonrisa que acompañó sus palabras fue lo peor: dulce por fuera, venenosa por dentro.

Nam la miró con esa calma que usa cuando está furiosa.

—Te equivocas de hospital, Evelyn. Y de siglo. Regresa por donde viniste. No tengo tiempo ni paciencia para lidiar con un error del pasado.

El golpe fue seco, elegante. Evelyn parpadeó, pero no perdió la compostura.




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