Bajo la piel de Bangkok

16

Nam Manopakorn

El reloj del hospital marcaba las tres y cuarto de la tarde cuando terminé de revisar el último expediente.

Los pasillos estaban en calma, ese tipo de calma que nunca es real. Se siente como si algo esperara a la vuelta de la esquina, manteniendo la respiración. Quizás era solo mi mente cansada, pero desde que Evelyn volvió a aparecer, todo lo que rodeaba mi vida parecía cubierta por una fina capa de polvo incómodo.

Había pasado casi una semana desde que arrojé su caja de recuerdos frente a un medio hospital. Creí que aquel gesto la haría desistir, que entendería que entre nosotras no quedaba nada. Pero Evelyn nunca entendió el significado de “final”. Ella siempre encontró una grieta por donde colarse.

Intentaba concentrarme en las notas de mis pacientes, en los análisis de la mañana, en la reunión del comité, en cualquier cosa que no tuviera su rostro. Sin embargo, el pensamiento se colaba igual, como una sombra detrás del párpado.

Sabía que no se detendría. Que seguiría buscando maneras de provocarme.

Y, además, estaba Christopher.

Él seguía orbitando mi rutina, con su sonrisa cargada de malicia y su tono de superioridad falsa. Le encantaba recordarme que “la gran doctora Manopakorn” no podía librarse de su pasado, ni de sus errores. Le encantaba verme perder la compostura.

No lo lograría”, me repetía. “No otra vez”.

El golpe suave en la puerta me sacó de mis pensamientos.

—Adelante —dije, esperando que fuera una enfermera con más papeleo.

Pero no era una enfermera.

Eran tres de las personas que más lograban desordenar mi día… y, en parte, mi corazón.

— ¿Molestamos, doctora seria? —preguntó Somsak, entrando como si la oficina fuera suya.

—Siempre molestas —respondí, sin poder ocultar la sonrisa.

Detrás de ella venían Kim y Jenny. Kim traía su habitual mirada entre fastidio y diversión, como si observarme trabajar le resultaría un espectáculo fascinante. Jenny, en cambio, tenía esa sonrisa que desarmaba mis muros cada vez que la veía.

Kim y Somsak tomaron asiento frente a mi escritorio, mientras Jenny, con total naturalidad, rodeó la mesa y se acomodó sobre mis piernas como si fuera su lugar de siempre.

Mi corazón se descompasó, y no precisamente por razones médicas.

—¿De verdad? —pregunté, arqueando una ceja.

— ¿Te molesta? —respondió ella, acercándose peligrosamente.

—Me desconcentras —le dije, aunque lo cierto era que, desde que llegó, mi cabeza ya no podía pensar en nada más.

—Entonces lo estoy haciendo bien.

Somsak bufó fingiendo asqueroso.

—Ya, ya, guardan su drama romántico para después. Kim, ¿no se suponía que veníamos a hablar de algo importante?

Kim, con su típica calma cínica, cruzó una pierna sobre la otra.

—Si. De hecho, vengo a proponer una terapia de choque.

—Eso suena a algo ilegal —murmuré.

—No, no, relájate —replicó ella—. Solo estoy diciendo que llevas demasiado tiempo encerrada entre quirófanos, protocolos y recuerdos tristes. Necesitamos una noche libre. Club, tragos, música… y cero exnovias.

Jenny levantó la mano, divertida.

—Yo apoyo la moción.

—No lo sé —dije, intentando sonar racional—. No tengo tiempo para eso.

—Nam —intervino Somsak con voz de hermana mayor que en realidad no lo es—, si sigues así te vas a volver un robot.

Jenny apoyó su frente contra mi hombro, su voz bajita, casi un susurro.

—No te hará daño soltarte un poco. Prometo no dejar que nadie te saque a bailar… a menos que sea yo.

Y ya estaba. Mi rendición firmada.

Suspirar.

—Está bien. Pero una sola noche.

Las tres aplaudieron como si hubieran aceptado un premio. Y aunque intenté disimularlo, en el fondo, me alegraba la idea de pasar tiempo con ellas. De sentir, aunque fuera por unas horas, que la vida podía ser ligera.

El club estaba repleto. Las luces se reflejaban en las paredes de vidrio y el ritmo del bajo vibraba en el pecho. Somsak y Kim se apoderaron de la pista de baile, riendo, girando, olvidándose del mundo. Jenny y yo permanecimos un rato en la barra, riéndonos de la torpeza de mi hermana al intentar seguir el ritmo.

—Tu hermana es una locura —dijo Jenny, tomando un sorbo de su cóctel.

—Lo sé. Pero la adoro.

—Y Kim… —añadió con una sonrisita—. Ella sí que sabe cómo mantenerla a raya.

—Kim tiene talento para lo imposible.

Jenny se echó a reír, y en esa risa estaba todo lo que me mantenía en pie últimamente.

Me tomó de la mano, sus dedos entrelazándose con los míos.

—Prometiste que te relajarías —me recordó.




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