Nam Manopakorn
Han pasado seis días desde aquella noche, pero dentro de mí siguen temblando los restos de lo que ocurrió. Desde entonces, mi vida se volvió un laberinto sin salida.
He intentado mantenerme ocupada, hundirme entre cirugías, expedientes y reuniones para no pensar, pero el silencio entre cada respiración es insoportable. No hay peor castigo que no saber nada de la persona que amas, y Jenny… Jenny se volvió eso: mi castigo y mi necesidad.
He revisó su contacto mil veces. He escrito mensajes que nunca llegaron. He marcado su número, solo para borrar la llamada antes de que se conecte. Y, aun así, cada vez que el teléfono vibra, mi corazón se detiene esperando que sea ella. Pero no lo es. Nunca lo es.
No sé si me odia o si simplemente no puede verme. Lo que sí sé es que desde esa noche todo cambió. Sigo recordando sus ojos llenos de dolor al vernos —a Evelyn y a mí—, y aunque mi mente repite una y otra vez que no hice nada, que fue Evelyn quien me besó sin permiso, algo dentro de mí se rompe cada vez que lo pienso. No porque tema perder a Jenny, sino porque la herí sin querer… y eso me duele más que cualquier traición pasada.
El hospital se ha convertido en mi refugio y mi prisión. A veces me descubro mirando por la ventana del quirófano, observando a la gente moverse allá abajo, como si sus vidas siguieran sin peso mientras la mía se congela.
Mis colegas lo notan. Incluso Somsak ha venido a visitarme más de una vez a mi oficina, intentando arrancarme una sonrisa con sus comentarios absurdos. Pero no hay humor que cure esta culpa silenciosa. Fue Kim quien me dio el golpe final de realidad esa mañana.
La llamé con la esperanza de que tuviera noticias de Jenny, y aunque su voz sonaba tranquila, pude sentir la cautela en su respiración.
—Jenny está bien —me dijo al fin—, solo necesita tiempo. Pero hay algo que debes saber, Nam.
—¿Qué cosa?
—Christopher estaba en el club esa noche.
No sé cómo describir lo que sentí. Fue como si un cable ardiente se me clavara en el pecho.
—¿Qué estás diciendo? —pregunté, casi sin aliento.
—Lo que escuchas. Él habló con Jenny antes del beso. No sabemos qué le dijo, pero ella salió de allí destrozada.
No es necesario escuchar más. Colgué.
Y sin pensarlo, tomé mi abrigo y salí del hospital. Mis pasos resonaban con un ritmo de cólera contenido. Cada latido me empujaba hacia afuera, hacia él. Cristóbal. El hombre que había convertido mi pasado en un campo de batalla y ahora pretendía incendiar mi presente.
Lo encontré frente al edificio principal, hablando con un par de internos, con esa sonrisa arrogante que siempre odié. Esa misma sonrisa que usaba cuando creía tener el control.
—¿Disfrutando del caos, Christopher? —le solté sin rodeos.
Me miró con un brillo burlón.
—¿De qué hablas, Nam? Si el caos eres tú.
—No te hagas el tonto. Sé que estuviste en el club. Sé que hablaste con Jenny antes de que Evelyn apareciera.
Su expresión se volvió más afilada.
—Ah, eso. ¿Y qué? No le dije nada que no fuera verdad.
Sentí el temblor en mis manos.
—¿Qué le dijiste?
—Que eras incapaz de amar a alguien sin destruirla —respondió con calma, casi divertido—. Que Evelyn no fue la excepción, y que ella tampoco lo sería.
Mi respiración se volvió un hilo.
—Eres un desgraciado.
—No —corrigió, con una sonrisa helada—. Solo soy honesto. Tú siempre fuiste la estrella, Nam. La brillante, la perfecta, la que todos admiraban. Tal vez ya era hora de que alguien te recordara que no todo gira alrededor de ti.
La rabia me nubló la vista. Di un paso al frente, lista para golpearlo, cuando una voz familiar interrumpió el aire.
—Nam, basta.
Evelyn. Por supuesto.
Se acercó con paso tranquilo, como si la escena le divirtiera. Su bata blanca estaba impecable, su cabello perfectamente recogido. Y esa sonrisa... esa maldita sonrisa.
—No hagas esto aquí —dijo suavemente—. No vale la pena.
—¿No vale la pena? —reí sin humor—. Tú y él lo arruinaron todo.
Ella alzó la barbilla, fingiendo calma.
—Yo no hice nada más que recordarte quién eras antes de Jenny.
—No te atrevas a decir su nombre —le advertí, y mi voz resonó con más dureza de la que imaginaba.
Pero Evelyn nunca supo cuándo llamar.
—No puedes odiarme para siempre, Nam. En el fondo, sabes que me necesitas.
Las risas y murmullos alrededor crecieron. Médicos, enfermeras, pacientes. El espectáculo estaba servido.
— ¿Necesitarte? —di un paso al frente, clavando la mirada en ella—. Lo único que necesito es no volver a verte jamás. Eres una mentirosa, una manipuladora, una mujer vacía. No me importas, Evelyn. No más.
Por un segundo, vi cómo su rostro se quebraba, pero fue solo un parpadeo antes de que su máscara regresara.
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Editado: 19.11.2025