Bajo la piel de Bangkok

19

Jenny Thongpradith

La noche del club se convirtió en un fantasma que me persigue incluso cuando duermo. Quince días han pasado desde entonces, y todavía puedo escuchar el eco de mis propios pasos al salir de aquel lugar, el temblor en mis manos, la rabia mezclada con dolor y ese sabor metálico que deja la traición, aunque no sea del todo real. No lo fue... lo sé ahora. Pero esa noche, en medio del ruido, las luces y las miradas, no pude pensar. Solo reaccioné.

Bloqueé su número esa misma noche. Ni siquiera me di tiempo de leer sus mensajes. Era como si mis dedos se movieran solos, buscando borrar su presencia de mi teléfono, como si eso pudiera borrarla también de mi pecho. Fue estúpido. Inmaduro, quizás. Pero en ese momento, necesitaba creer que podía respirar sin ella.

Durante los días siguientes, me sumergí en el trabajo con una desesperación casi enfermiza. Entre sesiones de fotos, grabaciones de comerciales y largas horas en el set de la nueva serie, apenas me dejaba tiempo para comer o dormir. Las luces, las cámaras, los maquillajes... todo me mantenía ocupada lo suficiente para no pensar. Pero no importaba cuánto finiera estar bien: en los silencios entre toma y toma, su nombre volvió a mi cabeza con la precisión de un reloj.

Nalinee Manopakorn.

Tan fuerte, tan meticulosa, tan imposible de ignorar. Yo había jurado no volver a pensar en ella y, sin embargo, la encontraba en cada cosa que hacía: en la forma en que el viento movía las cortinas de mi habitación, en el café que siempre dejaba a medio tomar, de la manera en que las luces de la ciudad parecían parpadear al ritmo de su voz.

A veces, al llegar a casa, abría el refrigerador y veía los helados de chocolate y maní que aún guardaba desde las veces que solíamos comer juntas. Aunque ella era alérgica, insistía en comprarlos “solo para verme sonreír”. Me daban ganas de tirarlos todos a la basura, pero no podía. Porque eran lo único tangible que me quedaba de nosotras.

El día número dieciséis amaneció nublado. Me desperté temprano, sin saber por qué. Tal vez porque el sueño ya no era refugio, sino castigo. Me quedé mirando el techo durante varios minutos, escuchando el ruido de la ciudad filtrarse entre las cortinas. Y entonces, sin pensarlo demasiado, desbloqueé su número.

El corazón me latía tan fuerte que sentía miedo de escucharlo. El ícono del chat se abrió, y ahí estaban: decenas de mensajes. Algunos largos, otros de una sola línea. Todos con la misma calidez que solo Nam sabía transmitir.

"Buenos días, Jenny. No sé si leerás esto, pero quería desearte un buen día".

“Sigo esperándote.”

"Hoy fue un día difícil en el hospital. Me habría gustado que estuvieras aquí".

"Buenas noches, Jenny. Donde sea que estés, espero que duermas bien".

Dos mensajes por día. Uno al amanecer, otro antes de dormir. Durante los quince días.

Lloré. No por pena, sino por vergüenza. Por darme cuenta de que, mientras yo me escondía detrás de mi orgullo, ella seguía intentando alcanzarme, día tras día, con la paciencia de quien ama de verdad.

Eres una idiota”, me dije en voz baja.

Y lo era. Porque si algo me había enseñado Nam, era que el amor no siempre se grita, a veces se demuestra en lo simple: en la constancia, en el silencio, en los buenos días sin respuesta.

Quise llamarla en ese momento. Marcar su número, escuchar su voz, decirle lo sentía. Pero dude. Una parte de mí temía que no respondiera, que se hubiera cansado, que ya no quisiera saber de mí. La otra… simplemente no sabía por dónde empezar.

El reloj marcó las cinco de la tarde cuando finalmente respiré hondo y escribí su nombre en el buscador de contactos. Mis dedos temblaban. Estaba a punto de pulsar el botón de llamada cuando mi celular vibró.

No era ella. Era Kim. Un mensaje corto, apresurado, sin espacio para pensar:

Jenny, muévete al hospital YA. Llamaron a Somsak ya la familia de Nam. Algo grave pasó.

El mundo se me vino abajo. Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas. Leí el mensaje una, dos, tres veces. “Algo grave”.

Dejé caer el teléfono sobre la mesa, corrí a buscar mis llaves y salí casi sin cerrar la puerta.

El trayecto hasta el hospital fue una pesadilla. No recuerdo semáforos, ni calles, ni autos. Solo la sensación de urgencia y ese vacío en el estómago que te avisa que algo está terriblemente mal. Lloraba sin darme cuenta, con las manos rígidas sobre el volante y la vista borrosa por las lágrimas.

Cuando llegué, el cielo ya se había oscurecido. La fachada del hospital brillaba bajo las luces blancas, impasible, mientras el caos se escondía detrás de esas paredes. Kim me esperaba en la entrada. Tenía el rostro tenso, la mirada firme pero triste.

— ¿Qué pasó? —pregunté, sin aliento.

Ella negó con la cabeza.

—No lo sabemos todo aún. El director no ha querido decir nada. Solo escuché algo sobre una hemorragia severa… dicen que perdió mucha sangre y que todavía no despierta.

Sentí que el piso desaparecía bajo mis pies. Kim me sostuvo del brazo y me guió por los pasillos llenos de gente. Sus pasos eran rápidos, los míos torpes. El olor a desinfectante me toca en la garganta. Todo se sentía más frío, más hostil.




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