Bajo la piel de Bangkok

20

Nam Manopakorn

El olor del desinfectante siempre me ha resultado reconfortante. Para muchos significa enfermedad, para mí es el aroma del control. De saber que, pase lo que pase, hay orden, hay limpieza, hay precisión. Pero ese día, el aire del quirófano se sintió denso. El silencio antes de una tragedia.

La niña llegó inconsciente, con la cabeza vendada y la piel tan pálida que parecía una muñeca de porcelana rota. Había sido víctima de un accidente automovilístico. Tenía apenas ocho años y más heridas de las que un cuerpo tan pequeño podía soportar. Mientras la camilla entraba, el personal ya se movía a mi alrededor con la eficiencia de un mecanismo que he perfeccionado a lo largo de los años. Luces, bisturíes, guantes. Todo en su lugar. Todo bajo control. O eso quería creer.

—Doctora Manopakorn, la resonancia y los resultados de sangre —me dijo el residente, extendiéndome una carpeta con las manos temblorosas.

—Gracias. —Mi voz sonó firme, casi indiferente, aunque por dentro sentí una corriente helada subiendo por mi columna.

El caso era grave, pero tratable. Había visto peores. Y aun así… algo me incomodaba. Como si hubiera un eco invisible en cada movimiento, un presentimiento que no podía explicar.

Empezamos la cirugía. El bisturí deslizó la piel con la familiar suavidad de la experiencia. La sangre brotó en un hilo fino, cálido. La vida, a veces, se escapa con la elegancia de un suspiro.

El monitor cardíaco marcaba un ritmo débil pero constante. Hasta que lo dejé de hacerlo.

—Presión cayendo —avisó la enfermera.

—Inicien transfusión.

—Doctora… —La voz del residente se quebró—, no hay sangre compatible en el banco.

Levanté la mirada.

—¿Cómo que no hay? —Cada palabra fue un golpe seco.

—El tipo es O negativo. No tenemos reservas. Ya solicitamos a otros hospitales. El hospital central respondió que la sangre está en camino.

Asentí sin más. Confié en eso. Debía confiar.

Volví a la cirugía. Mis manos se movían con precisión, pero el corazón latía con una furia contenida. El tiempo pasaba y la sangre no llegaba. Una hora después, el tono del monitor se volvió desesperado. Una niña de ocho años, entre la vida y la muerte, y yo sin poder hacer más que mirar cómo su presión se desplomaba.

Tomé una decisión. No es una decisión racional, sino humana. De esas que los libros de medicina nunca mencionan.

—Doctor Phan, venga al quirófano —ordené por el intercomunicador.

Él minutos llegó después, aún con la bata a medio abrochar. Me bastó una mirada para que entendiera lo que iba a hacer.

—No. Nam, no —me dijo con un tono que era mitad súplica, mitad enojo.

—Ella no va a sobrevivir sin transfusión —respondí.

—Estás loca si piensas donar en medio de una cirugía.

—Estoy cuerda. Y soy la única compatible.

—No sabes cuánto te van a extraer, podrías desmayarte o…

—No me importa. —Lo interrumpí con firmeza—. No me importa lo que me pase a mí. Lo único que importa es que esa niña viva.

Phan me sostuvo la mirada unos segundos. Luego exhaló resignado.

—Maldita sea, Nam. Eres imposible.

—Lo sé —dije, permitiéndome una sonrisa breve.

Le di las órdenes necesarias para continuar la cirugía en mi ausencia. Dejé a cargo a Phan y a tres de mis residentes más experimentados.

—No detengan el procedimiento —les advertí—. Si algo sale mal, se estabilizan y cierran. Nada más.

—Sí, doctora —asintieron, aunque el miedo les temblaba en la voz.

Dejé el quirófano con el corazón desbocado y la mente fría. La sala de donación estaba casi vacía. La enfermera me miró con horror cuando le dije quién era la donante y para quién era la sangre.

—Doctora, no puede…

—No hay tiempo para objeciones —corté con dureza—. Hágalo ahora.

El metal de la aguja rozó mi piel y sintió un escalofrío. El líquido rojo empezó a fluir, tibio, hipnótico. Mientras la sangre abandonaba mi cuerpo, mi mente seguía trabajando.

—Yang, escucha con atención —le dije al residente que estaba a mi lado, con la voz algo débil—. Alguien está saboteando esto. Asegúrese de que la transfusión llegue intacta. Nadie más debe saber lo que pasa. Solo tú y el resto del equipo. Nadie más.

—Doctora…

—¡Promételo! —insistí, mirándolo directamente.

—Lo prometo —cedió al fin, apretando los puños.

Los minutos se estiraron. La vista se me nublaba, los sonidos se distorsionaban. El frío subió desde mis pies hasta mis labios. Antes de perder la conciencia, murmuré una última orden:

—Salven a la niña… no dejen que nadie externo al equipo la toque…

Y todo se volvió silencio.

Cuando desperté, lo primero que vi fue un techo blanco que giraba despacio. Después, la voz irritante —pero familiar— de Phan.




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