Bajo la piel de Bangkok

22

Jenny Thongpradith

El abrazo de Nam me dejó sin aire. No era como los abrazos que te calman, esos que sirven para cerrar heridas; Era uno que dolía, que sangraba recuerdos. Un abrazo que contenía lo que nunca dijimos, lo que dejamos romper.

Cuando por fin me separé un poco de ella, mi cuerpo todavía temblaba. Me miró con esos ojos que siempre lograban desarmarme, como si hubiera estado esperándome desde siempre, y ahí, justo en ese instante, supe que todo lo que había intentado enterrar durante esos quince días había sido inútil.

Mi mirada cayó sobre su brazo izquierdo. La piel estaba amoratada, marcada por agujas y parches médicos. Tragué saliva, sintiendo un nudo formarse en mi garganta.

— ¿Qué te pasó, Nam? —pregunté, intentando mantener la voz firme, aunque por dentro me ahogaba el miedo.

Ella bajó la vista, esquivando mi pregunta.

—No es nada, solo… —murmuró—, el trabajo.

—El trabajo? —repetí, con incredulidad—. ¿Desde cuándo “el trabajo” te deja moretones así?

La tomé del brazo con cuidado. Su piel estaba fría, y por un momento tuve la absurda sensación de que, si soltaba, ella se desvanecería frente a mí.

—Nam, mírame. —Esperé a que levantara la mirada—. ¿Qué te paso?

Entonces me lo contó. Sin adornos. Sin dramatismo. Solo la verdad, seca y brutal. Me habló de la niña herida, de la cirugía urgente, de la sangre que nunca llegó y de su decisión de donarla ella misma. De cómo se desmayó en medio del proceso. De cómo todo había sido una confusión… o tal vez una trampa.

Y mientras hablaba, cada palabra suya era como un peso cayendo sobre mi pecho.

—¿Y si hubieras muerto? —logré decir, con la voz rota.

Ella sonrió apenas, esa sonrisa cansada que solía usar cuando no quería preocupar a nadie.

—No me morí. Estoy aquí, ¿no?

Cerré los ojos, sintiendo cómo la rabia y el alivio se mezclaban en mi interior.

—A veces pienso que no sabes el límite entre ser una heroína y ser una suicida. —Las palabras me salieron más duras de lo que pretendía.

Nam soltó una risa suave.

—Supongo que es parte del encanto.

Me senté al borde de la cama, respirando hondo. No sabía si reír o llorar. Ella me miraba, con esa paciencia que siempre me desconcertaba. La habitación estaba en silencio, salvo por el leve sonido de la lluvia golpeando la ventana.

—Nam… —empecé, apenas un susurro—, lo del club…

Ella bajó la cabeza antes de que terminara la frase.

—Jenny, no hay forma de justificar lo que viste. Pero juro que no fue lo que creíste. Evelyn me besó. Yo intenté apartarla, pero tú llegaste justo en ese momento.

Sus ojos se humedecieron.

—Me odié a mí misma por no reaccionar más rápido. Por dejar que pensaran que todavía había algo entre nosotras. Pero no lo hay, Jenny. No desde hace mucho.

Me quedé en silencio. Durante días había ensayado lo que diría si llegábamos a hablar, pero ahora… nada de eso tenía sentido. Solo sentí un dolor punzante en el pecho, ese que nace cuando sabes que amas a alguien, aunque te haya roto.

—Yo fui quien te dejó, Nam —dije, con un hilo de voz—. Porque tenía miedo. Miedo de que todo lo que habíamos construido fuera una mentira. Miedo de amarte más de lo que debía.

Ella me tomó de la mano con suavidad. Su piel seguía fría, pero el gesto era cálido, lleno de ternura.

—No te culpes. Si hubiera estado en tu lugar, habría hecho lo mismo.

Nos miramos largo rato, y en ese intercambio silencioso todo lo que habíamos callado empezó a desbordarse.

Me incliné hacia ella, sin pensarlo demasiado. Nuestros labios se encontraron, temblorosos al principio, luego más seguros, como si recordaran el camino. Fue un beso con sabor a perdón, a miedo, a promesa.

Cuando nos separamos, Nam me miró con esa mezcla de serenidad y vulnerabilidad que solo ella sabía tener.

—No quiero volver a perderte, Jenny. No quiero que nada ni nadie se meta entre nosotras otra vez.

—Ni yo. —Mis palabras salieron casi en un suspiro—. Te lo juro, Nam. No habrá más dudas.

Ella sonrió apenas.

—Entonces… ¿puedo pedirte algo más?

—Lo que quieras.

—Quiero que seas oficialmente mi novia.

La miré, sorprendida. Nam, la mujer que enfrentaba operaciones imposibles sin pestañear estaba nerviosa, como una adolescente.

Sonreí entre lágrimas.

—Eres imposible, ¿lo sabías? —reí, limpiando el rostro—. Claro que sí, Nam. Claro que quiero.

Ella me abrazó de nuevo, esta vez con suavidad, y me susurró al oído:

—Te prometo que esta vez será diferente.

Nos quedamos así, acurrucadas, mientras la lluvia seguía cayendo.

Y entonces, justo cuando pensé que el momento no podía ser más perfecto, se escuchó un golpe en la puerta.




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