Bajo la piel de Bangkok

23

Nam Manopakorn

El amanecer llegó demasiado rápido, trayendo consigo una tranquilidad incómoda que se filtraba por las cortinas de mi habitación. Había dormido apenas unas horas, y aunque mi cuerpo se sentía un poco más fuerte, mi mente continuaba atrapada en un torbellino de pensamientos. El hospital… Christopher… Evelyn… cada palabra del director resonaba aún dentro de mi cabeza.

La primera reunión del día fue un desfile de rostros tensos. Todo el personal del hospital estaba reunido en el auditorio principal. El director, con su voz grave y cansada, relató los hechos con una frialdad quirúrgica: una solicitud de sangre cancelada de forma irregular, un procedimiento arriesgado fuera de protocolo y una investigación en curso que no dejaría piedra sin mover.

Cada frase suya se sentía como un bisturí cortando el aire.

—Revisaremos cámaras, registros de llamadas, informes de enfermería y los turnos de guardia. Nadie queda fuera de esta revisión —dijo con ese tono que no admitía réplica.

Los murmullos comenzaron a propagarse entre los asistentes. Yo permanecí sentada en silencio, con la espalda recta y los puños cerrados sobre las rodillas. Sentía las miradas de todos sobre mí, como si pudieran atravesarme. De cierto modo, lo merecía. Había roto una norma fundamental del hospital. Pero aun sabiendo eso, no me arrepentía.

Cuando el director terminó, llamó a dos personas por nombre:

—Doctora Nalinee Manopakorn y doctor Christopher McGonagall, los esperan el comité disciplinario en la sala de juntas.

El pasillo hacia la sala se sentía interminable. Christopher caminaba unos pasos detrás de mí, silbando con una calma tan cínica que me daban ganas de romperle la mandíbula.

La reunión con el comité fue larga, extenuante. El director, junto a tres miembros del consejo y dos jefes de área, nos interrogó uno por uno: a mí sobre mi decisión de donar sangre en medio de una operación, y a él sobre los rumores y las quejas acumuladas por comportamiento inapropiado.

Respondí con la mayor serenidad posible, evitando dejar que mis emociones tomen el control. Cada palabra debía ser precisa, sin grietas.

—Sí, fui yo quien autorizó la extracción —dije con firmeza—. Teníamos una niña en el quirófano y sin posibilidad de esperar más. Mi tipo de sangre coincide. No había otra opción.

Uno de los miembros del comité, un hombre de lentes redondos y gesto amable me preguntó:

—¿No consideró los riesgos para su propia salud, doctora Manopakorn?

—Los consideré —respondí—, pero en ese momento mi vida no era la que estaba en peligro.

El silencio que siguió fue denso. El director tomó nota y continuó. Me hicieron más preguntas, muchas de ellas redundantes, hasta que por fin me indicaron que podía retirarme. Christopher se quedó un poco más. No me importó. Ya había dicho todo lo que tenía que decir.

Cuando salí de la sala, sentí que mis piernas apenas respondían. En el pasillo, a unos metros, estaba Evelyn. Apoyada contra la pared, con los brazos cruzados y esa sonrisa pequeña que siempre usaba para irritarme. No dijo nada, y tampoco hizo falta. Sabía que su silencio era una provocación. Me limité a mirarla por un segundo y seguir caminando. No iba a darle el gusto de verme caer en su juego.

El director me había dicho antes de irme que podría continuar atendiendo consultas, pero quedaba temporalmente fuera de los quirófanos hasta que todo se aclarara. Un castigo leve, considerando lo ocurrido, pero lo sentí como una puñalada. Operar era mi vida. Era lo único que me hacía sentir realmente útil.

Eran casi las siete de la noche cuando finalmente llegué a mi oficina. No había comido nada desde el desayuno. El cansancio era una niebla espesa. Encendí la lámpara del escritorio y abrí un expediente solo para tener algo en qué ocupar las manos, aunque la mente estaba en otra parte.

Fue entonces cuando escuché un suave golpe en la puerta.

—Adelante —dije sin mirar.

Cuando levantó la vista, la vi: Jenny, con una sonrisa tenue, se detuvo en el marco de la puerta. Llevaba el cabello suelto y un abrigo claro que contrastaba con el gris del hospital.

—¿Te interrumpo? —preguntó con esa voz baja que me derrite.

—No, nunca —respondí, dejando el expediente sobre el escritorio.

Entró despacio, cerrando la puerta detrás de sí. La simple presencia de Jenny llenaba el aire de algo distinto, cálido, familiar. Se acercó y, sin pedir permiso, se sentó en el borde del escritorio.

—Te ves tensa —dijo, tocándome el hombro suavemente.

—Estoy… cansada —admití—. Dos reuniones en un solo día son demasiadas para alguien que aún debería estar en cama.

Jenny sonrió con ternura.

—¿Cómo fue todo?

Suspirar.

—El director habló frente a todo el personal. Harán una investigación completa. Revisarán cámaras, registros, todo. Luego tuve otra reunión con el comité. Me interrogaron como si fuera un criminal, aunque sé que es su trabajo.

—¿Y Christopher? —preguntó.

—Sigue igual de arrogante. Pero algo me dice que no saldrá bien librado esta vez.




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