Nam Manopakorn
Hay días en los que el aire parece más denso, como si el mundo respira a través de un filtro invisible que distorsiona todo lo que tocas, todo lo que miras. Ese día, el hospital tenía ese olor agrio a tensión reprimida y desconfianza, ese silencio que no pertenece a los lugares de salud sino a los de juicio.
Me había despertado con un peso extraño en el pecho, una intuición que no pude quitarme ni siquiera con tres tazas de café. Apenas había terminado de revisar los informes de la mañana cuando sonó el teléfono de mi oficina.
—Doctora Manopakorn, el comité disciplinario la requiere de inmediato en la sala de juntas —dijo la voz del asistente del director.
Su tono era tan cortante que me heló la sangre.
No pregunté nada. Solo colgué, me puse la bata y salí. Cada paso por el pasillo se sentía más largo que el anterior. A cada esquina, una mirada curiosa, una enfermera que fingía revisar los papeles, pero me observaba con discreción. Había rumores, lo sabía. Pero esa mirada colectiva, ese aire cargado, me confirmó que algo grande estaba a punto de suceder.
Cuando llegué a la sala de juntas, ya casi todos estaban dentro. El director del hospital estaba de pie, con los brazos cruzados, el ceño profundamente fruncido. A su lado, tres hombres uniformados —dos policías y un capitán— completaban el cuadro de pesadilla.
Los murmullos se apagaron cuando crucé la puerta.
Y entonces los vi: Christopher McGonagall y Evelyn Blackwood, sentados al otro extremo de la mesa. Christopher tenía esa sonrisa arrogante, esa máscara de superioridad que siempre había usado para disimular su inseguridad. Evelyn, en cambio, parecía una estatua de mármol: fría, tensa, con los labios apretados en una línea fina.
El director habló con voz grave:
—Cierren la puerta. Nadie entra ni sale hasta que terminemos.
El golpe seco del pestillo sonó como un disparo. Mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo en los oídos.
El director colocó una carpeta gruesa sobre la mesa, y luego, una tableta encendida.
—Hemos recibido un conjunto de archivos anónimos que revelan hechos muy graves cometidos por miembros de este hospital. —Hizo una pausa, mirando a todos uno por uno—. Hechos que ponen en duda la ética, la profesionalidad y hasta la humanidad de ciertos individuos.
El silencio era absoluto.
Entonces presionó “Play”. En la pantalla, comenzó a reproducirse grabaciones. Voces. Fechas. Mi nombre mencionado entre susurros.
Y luego, la voz de Christopher, clara, inconfundible, cargada de desprecio.
“Nam Manopakorn no volverá a arruinarme otra vez”.
El mundo se detuvo. El aire me abandonó los pulmones. Podía escuchar los latidos de mi corazón acelerándose, como si tratara de romperme las costillas para escapar.
El director siguió mostrando documentos, registros de llamadas, mensajes. Todo encajaba como piezas de un rompecabezas que yo jamás quise armar.
Evelyn se levantó de golpe, con las manos temblando.
—¡Eso es mentira! ¡Alguien alteró los datos! ¡Es una trampa!
—Doctora Blackwood —dijo el director, imperturbable—, su voz aparece en las grabaciones. Tenemos el registro de llamadas desde su extensión del área de obstétrica. También tenemos testigos. No hay error.
Evelyn palideció. Christopher la miró con furia, como si todo fuera culpa suya. Luego, su mirada se clavó en mí. Ese brillo de odio en sus ojos me hizo recordar el mismo rostro que vi años atrás en Londres, el día que lo llevaron escoltado fuera del hospital.
—¡Ella lo arruinó todo! —gritó Christopher, señalándome—. ¡Esa mujer me denunció, me quitó todo! ¡Yo solo quería recuperar lo que era mío!
— ¿Y destruirme era parte del plan? —le respondí sin levantar la voz. No era necesario hacerlo. Mi pregunta lo toqué más fuerte que cualquier grito.
—¡Tú te lo merecías! —siseó—. Siempre tan perfecta, tan inalcanzable. Me hiciste quedar como un incompetente incluso frente a mis propios padres.
—No necesitaba ayuda para eso, doctor —intervino una de las cirujanas con tono ácido—. Usted se bastaba solo.
Un murmullo recorrió la sala, pero el director alzó una mano para imponer silencio.
—Doctor McGonagall, queda despedido de inmediato por sabotaje, conducta inapropiada y poner en riesgo la vida de un paciente y de un miembro del personal. También se le abrirá una investigación judicial por falsificación de documentos y ejercer la medicina sin una licencia médica vigente.
Evelyn soltó un jadeo. El director giró hacia ella.
—Y usted, doctora Blackwood, también queda despedida por complicidad y manipulación de recursos hospitalarios. Ambos casos serán entregados a las autoridades.
Christopher se levantó bruscamente. Su silla cayó hacia atrás. Por un instante creí que iba a marcharse, pero no. Se movió hacia mí, con los ojos desorbitados, el rostro enrojecido de rabia.
—¡Maldita sea, Nam! —gruñó, y se abalanzó.
No tuve tiempo de reaccionar. El ruido de las sillas, los gritos, los pasos apresurados. Dos agentes lo sujetaron antes de que me tocara.
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Editado: 19.11.2025