Bajo la piel de Bangkok

26

Jenny Thongpradith

A veces, lo único que una persona necesita para sanar no es una medicina ni una disculpa, sino un lugar donde el silencio no duela. Por eso, cuando Kim me propuso que me llevara a Nam fuera de la ciudad, lejos del ruido, lejos de todo… supe que tenía razón. Somsak incluso se ofreció a armar las maletas. “Llévatela antes de que empezar a revisar expedientes en la cama”, dijo con esa voz suya que siempre sonaba ligera, pero escondía un cariño profundo.

Así fue como terminamos en una pequeña villa costera, a casi tres horas de Bangkok. Un lugar perdido entre palmeras, con casas de madera pintadas de blanco y ese olor a mar que parece metros hasta los huesos.

El viaje fue silencioso al principio. Nam miraba por la ventana del auto, absorta, mientras el paisaje cambiaba de los rascacielos al verde húmedo de los caminos rurales. Yo la observaba de reojo. Había algo en su expresión que me partía el alma: la calma forzada de alguien que no sabe cómo descansar.

— ¿Cuándo fue la última vez que tomaste vacaciones? —pregunté, rompiendo el silencio.

—¿Vacaciones? —repitió con una leve sonrisa, como si la palabra le resultará ajena—. No lo recuerdo. Tal vez cuando aún estudiaba en Londres.

—Entonces lo necesitabas más de lo que pensabas.

—O más de lo que quería admitir —murmuró, apoyando la cabeza en el vidrio.

La luz del atardecer se reflejaba en su rostro, y por un segundo, tuve la certeza de que estaba viendo una versión distinta de ella: no la cirujana brillante ni la mujer fuerte, sino el Nam que se permitía simplemente existir.

La villa era pequeña, con una terraza que daba directo al mar y una cocina abierta que olía a madera y sal. La encargada nos entregó las llaves y nos dejó una canasta con frutas frescas y pan casero. Todo parecía tan ajeno al caos de Bangkok que me costó creer que todavía estábamos en el mismo país.

Nam dejó su maleta en la habitación y se sentó frente al ventanal, mirando el horizonte.

—Es extraño —dijo en voz baja—. El sonido del mar… me da paz y miedo al mismo tiempo.

—¿Por qué miedo?

—Porque cuando todo se calma, te obliga a escucharte. Y no siempre me gusta lo que oigo.

Me acerqué despacio, hasta que mis dedos rozaron su hombro.

—Entonces déjame escucharlo contigo.

No respondió, pero su mano buscó la mía, y en ese gesto silencioso se sintió más intimidado que en cualquier palabra.

Los siguientes días pasaron como si el tiempo hubiera decidido moverse más despacio. Cocinábamos juntas, aunque la mayor parte del trabajo la hacía yo, porque Nam era un desastre con los cuchillos fuera del quirófano.

—Te juro que cortar una cebolla no debería ser tan complicado —reía, mientras yo trataba de rescatar los pedazos que habían terminado en el suelo.

—No todos los cortes requieren anestesia, doctora —le respondía entre risas.

Por las tardes caminábamos por la playa, descalzas, dejando que la espuma nos cubría los pies. Nam hablaba poco, pero cuando lo hacía, cada palabra tenía un peso distinto.

Una tarde, mientras el sol se escondía, me contó sobre la primera cirugía que se hizo sola, a los veintidós años, y cómo estuvo a punto de desmayarse cuando el monitor del paciente marcó una arritmia.

—Creí que lo había matado —confesó—. Y cuando todo se estabilizó, me encerré en el baño a llorar. Nadie lo supo.

—Nadie te enseña cómo vivir después de salvar una vida, ¿verdad? —pregunté.

Ella negó suavemente.

—No. Solo te enseñarán a hacerlo otra vez. Y otra vez. Hasta que olvidas cómo descansar.

Su voz tembló apenas al final, y por reflejo la abracé. La arena estaba fría bajo nuestros pies, pero en ese momento, todo el calor del mundo cabía entre mis brazos.

Entre risas y silencios, Nam comenzó a hablarme de su vida en Londres. No porque quisiera, sino porque yo se lo pedí una y otra vez hasta que cedió.

—Fueron años duros —dijo, mirando el mar—. No tenía a nadie. Solo mis libros, mis clases y mi apartamento de veinte metros cuadrados.

— ¿Y cómo sobreviviste sin tu familia?

—Trabajando.

—¿En qué?

Guarda silencio. Baja la mirada.

—Promete que no te reirás —dijo finalmente.

—Lo prometo.

—Trabajé como barman durante mis vacaciones. En un club nocturno cerca de Camden Town.

Parpadeé.

—¿Tú… sirviendo tragos?

—Y bailando detrás de la barra cuando el DJ se emocionaba.

Solté una carcajada que resonó por toda la villa.

—¡No puedo imaginártelo! Con tu cara seria y tu bata de médico... ¿mezclando cócteles?

—Era buena —replicó con fingido orgullo—. Inventé uno que llamaban The Midnight Syringe. Tenía vodka, arándanos y un toque de lima.

—¿Y tu familia lo sabe?




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