Nam Manopakorn
Desperté antes que ella. El mar todavía estaba dormido, envuelto en una niebla azul que parecía flotar entre las palmas. Jenny respiraba despacio, con una mano apoyada en mi pecho, y su cabello, revuelto y cálido, me rozaba la clavícula. Tenía el rostro relajado, sin rastros de la tensión que había marcado nuestros últimos meses.
Por un instante pensé que todavía soñaba. Que todo —el hospital, la sangre, las peleas, los besos, la lluvia— había sido una ilusión tejida por mi mente agotada. Pero entonces ella se movió, murmurando mi nombre con voz ronca y dormida, y el mundo volvió a su lugar. Había paz. Y eso era nuevo.
El reloj marcaba las seis y media de la mañana. Abrí la ventana y el aire salado me toca con suavidad. El cielo empezaba a teñirse de dorado, y el sonido del oleaje era tan constante que parecía acompañado a mi respiración.
—¿estás despierta? —murmuró Jenny desde la cama, con voz perezosa.
—Desde hace un rato.
—Siempre tan puntual.
—Viejos hábitos —respondí, volviendo a su lado—. Mi cuerpo cree que hay una cirugía cada mañana.
Ella río, se incorporó un poco y apoyó su mentón en mi hombro.
— ¿Y si te dijera que hoy no hay pacientes?
—Entonces me costaría creerlo —contesté, sonriendo con suavidad—. Pero suena bien.
Nos quedamos unos minutos así, mirando el amanecer desde la cama. Jenny tenía una manera de estar en silencio que no pesaba, que no incomodaba. Su presencia llenaba los espacios sin necesidad de palabras.
—¿En qué piensas? —preguntó al fin.
—En lo rápido que todo cambia —respondí—. Hace unas semanas sentí que mi vida se estaba cayendo a pedazos… y ahora estoy aquí, contigo, mirando el mar.
—Tal vez todo tenía que romperse para volver a acomodarse —dijo, acariciando mi mejilla.
—¿Y tú? —le devolví la pregunta.
—Pienso en nosotras —contestó sin dudarlo—. En lo que vendrá. En si podrás soportarme todos los días.
Reì levemente.
— ¿Soportarte? Después de sobrevivir a tu carácter durante los rodajes en el hospital y tus intentos de acoso durante ese tiempo, creo que puedo con eso.
—No hablo de mi carácter, hablo de vivir juntas.
La miré, sorprendida. Ella no estaba bromeando.
—¿Vivir… juntas? —repetí, con un tono más incrédulo de lo que quería admitir.
—Sí —dijo con una sonrisa traviesa—. No te asustes, doctora. No hablo de boda todavía. Solo quiero… compartir el día a día contigo. Despertar y verte ahí, sin tener que pensar si vendrás o si te quedarás hasta tarde en el hospital.
Guarda silencio. La idea era hermosa, pero también daba vértigo. Mi vida entera había sido una sucesión de horarios, protocolos y rutinas. Compartirla con alguien, incluso con alguien a quien amaba, implicaba romper muchas estructuras internas.
Jenny se encogió un poco, insegura.
—Si no quieres, lo entiendo. No quiero presionarte.
Negué con la cabeza.
—No es eso. Solo… estoy pensando cómo reaccionarán Somsak y la tía Sue.
Ella soltó una carcajada tan fuerte que casi me hace olvidar mis nervios.
—Tienes razón, eso va a ser un espectáculo.
—Espectáculo? Más bien el apocalipsis. La tía Sue va a decir que me estás corrompiendo, y Somsak hará un drama digno de una novela venezolana.
—“¡Mi pobre hermanita inocente, mancillada por una actriz de mala reputación!”, gritará.
—Exactamente eso.
Ambas reímos tanto que terminé con lágrimas en los ojos. Jenny se acomodó en mi regazo y me besó la mejilla.
—Entonces, ¿eso es un sí? —preguntó con voz baja.
La miré a los ojos, y el amanecer se reflejó en ellos.
—Sí —respondí con calma—. Apenas regresamos, empezaremos a planearlo.
Jenny no dijo nada más. Solo me abrazó, fuerte, como si temiera que el viento se la llevara. Y en ese instante supe que no había decisión más correcta.
Los siguientes días transcurrieron lentos y tranquilos. Paseos por la playa, helados que terminaban derretidos antes de la segunda cucharada, largas charlas bajo una sombrilla mientras el sol se hundía en el horizonte. Jenny no necesitaba hacer nada extraordinario para hacerme feliz. Bastaba con su risa, o con el modo en que entrelazaba sus dedos con los míos mientras caminábamos descalzas por la arena.
En la última noche antes de regresar a Bangkok, cocinó para las dos: pasta con salsa cremosa y vino tinto. Yo intenté ayudar, pero me exilió de la cocina después de que casi incendiara una sartén.
—Definitivamente confirmo que naciste para el quirófano, no para los fogones —me dijo riendo.
—Tengo mis talentos —me defendí.
—Sí, claro. Si alguna vez abres un restaurante, que sea de comida callejera.
Sonreí. No podía rebatirle. Durante mis años en Londres, mi dieta consistía en comida rápida y fideos de un puesto ambulante al final de la calle. Era mi secreto mejor guardado… hasta ahora.
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Editado: 19.11.2025