Bajo la piel de Bangkok

28

Nam Manopakorn

Dicen que los finales felices no existen, que lo que hay son pausas dulces entre una historia y otra. Pero si eso es cierto, entonces esta pausa mía con Jenny se siente como el lugar más tranquilo del mundo.

El cielo sobre Chiang Mai parecía pintado a mano. El sol caía oblicuo sobre el campo, tiñendo de oro los arrozales y el jardín del viejo resort donde se celebraba la boda de Somsak y Kim. La música flotaba en el aire, mezclada con el aroma de jazmín y madera mojada.

Yo nunca había imaginado que Somsak, mi hermana alérgica a la seriedad pudiera estar tan radiante. Llevaba un vestido blanco con mangas cortas, elegante, pero con ese toque caótico que solo ella podía lograr: pedrería aquí y allá, un par de zapatillas deportivas escondidas bajo el tul. A su lado, Kim —en un traje beige perfectamente entallado— la miraba como si todo el universo se hubiera detenido.

Yo estaba sentada en la primera fila, junto a mi padre y la tía Sue. Jenny me tenía de la mano. Su pulgar dibujaba círculos suaves sobre mi piel, y ese gesto sencillo bastaba para anclarme.

La ceremonia era pequeña, casi familiar. Algunos colegas de Kim, amigos de Somsak, el director del hospital, Phan y nosotras, las dos que alguna vez fueron el epicentro de los escándalos en Bangkok.

Cuando el oficiante pronunció las palabras finales, Somsak giró hacia Kim con una sonrisa tan grande que se me hizo un nudo en la garganta.

—Te dije que no iba a usar tacones —susurró mi hermana, justo antes de besarla.

Todos aplaudimos. Tía Sue lloraba discretamente, papá sonreía con los ojos húmedos, y yo solo podía pensar en lo que habíamos recorrido para llegar hasta ese momento.

El atardecer se estiró perezoso sobre las montañas, y la fiesta comenzó bajo guirnaldas de luces colgantes. Había mesas de madera, flores blancas, vino y un pequeño escenario improvisado donde Kim prometía “no dar ningún discurso sentimental” antes de empezar a hablar durante quince minutos seguidos. Somsak la escuchaba entre divertida y enamorada, y cuando Kim terminó con un “te amo, incluso cuando insistes en llenar la casa de gatos”, todos rompimos a reír.

Jenny estaba sentada a mi lado, en un vestido de lino azul que hacía que sus ojos parecieran más brillantes de lo normal. Se inclinó hacia mí y murmuró:

—Apostaría que nosotras seremos las próximas en casarnos.

—No tan rápido —respondí, fingiendo indiferencia.

—Oh, vamos, Nam. Te vi suspirando cuando Kim dijo “mi esposa”.

—Fue… reflejo profesional. Diagnóstico de exceso de azúcar ambiental.

—Claro —susurró, y luego me besó la mejilla, provocando una mirada cómplice de Somsak desde el otro extremo de la mesa.

—¡Ey, doctorcita! —gritó mi hermana—. ¡No planees escaparte sin bailar!

—Ya te he dicho que no bailo.

—Pues hoy sí lo harás. Kim dice que, si te niegas, ella subirá videos tuyos desmayándote en tu primera cirugía.

—Eso fue hipotensión, no desmayo —protesté, inútilmente—. Aunque sigo preguntándome cómo demonios consiguieron esos vídeos.

Jenny se levantó, tirando suavemente de mi mano.

—Vamos. Por mí.

La pista de baile era una franja de madera rodeada de velas. No había música rápida, solo una balada suave en tailandés, de esas que hablan de amores que regresan después de la tormenta. Apoyé una mano en su cintura, temblando apenas. Ella sonrojándome, guiándome con la misma paciencia con la que me había enseñado a respirar otra vez.

—No eres tan mala —susurró.

—Mala no, solo… rígida.

—Eso se cura. Con práctica.

Reí. Y por primera vez, bailé sin pensar en nada más.

Horas después, cuando las luces ya eran solo faroles titilando en la distancia y el aire olía a lluvia próxima, nos alejamos un poco del bullicio. Caminamos por el sendero que bordeaba el lago, y Jenny se quitó los zapatos para sentir el pasto húmedo bajo los pies. La seguí, observando cómo la luz de las luciérnagas jugaba en su cabello.

—Sabes ¿qué pensaba mientras bailábamos? —dijo, mirándome sobre el hombro.

—¿Qué piso pésimo?

—Que, si esto fuera una película, este sería el momento en que una de las dos dice algo cursi.

Sonreí.

—Entonces… ¿te digo que eres mi lugar seguro?

—Eso serviría. —Se acercó—. Pero prefiero que me lo digas sin palabras.

No hizo falta más. La besé despacio, con la serenidad de quien ya no necesita huir. El sonido de las risas a lo lejos, el murmullo del lago, las luces reflejadas en el agua… todo se mezcló en un instante perfecto, suspendido entre la memoria y la promesa.

A veces, cuando miro hacia atrás, pienso en todo lo que me trajo hasta aquí: la traición de Evelyn, la soberbia de Christopher, las noches de culpa, los quirófanos fríos, el miedo constante a perder lo que amaba. Y me sorprende darme cuenta de que todo eso, incluso el dolor, tuvo sentido. No porque fuera justo, sino porque me enseñó lo que realmente importaba.




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