CAPÍTULO II
Perdida en el espacio
Lo sé, todos mis amigos siempre se la pasaban bromeando al respecto, soy un poco tonta, lenta, retraída; quizás por eso nunca soñé con mudarme a la gran ciudad, la vida de los suburbios siempre es más calmada y con un ritmo más apacible. Mis amigos llegaban tan lejos con sus bromas al respecto, que comenzaron por decirme que siempre estaba “perdida en el espacio”, hasta que de pronto comenzaron a llamarme “Robinson”. Aun así, no entendía el por qué y a mí francamente me daba temor preguntar la razón, hasta que una vez lo hice y alguno de los chicos me respondió con otra pregunta: ¿Coño, no sabes quién es la familia Robinson, de la serie de televisión “perdidos en el espacio”? Para todos ellos había dejado de ser Mackenna, o Mc, como solían decirme antes de “bautizarme” Robinson, ahora muchos me llamaban simplemente Rob. ¿Quién lo diría verdad? Con el tiempo sí que llegaría a estar “perdida en el espacio”, hablando de manera literal.
Lo cierto es que me tomó veintiún años de mi vida saber que Tom no es un nombre real – supongo que ustedes ya lo sabían – sino la contracción de Thomas. Y si se preguntan cómo lo supe, pues porque él me pidió que le llamara así: Tom.
Estaba tan cerca de mí que podía sentir su respiración, no es que fuera a una o dos pulgadas de distancia, tampoco era que intentara besarme, al menos no en ese preciso momento. Por entonces yo estaba tan sana que ni un catarro tenía, pero me habría gustado portar aquel famoso “corona virus”, para escupirle en la cara e infectarlo, supongo que habría sido una venganza insuficiente, pero créanme que habría dado cualquier cosa por poder hacerle daño en ese momento.
Me dijo que era su invitada y que me trataría tan bien como me lo ganara, pero que al final de quién sabe qué, me quitaría la vida. Sí, me puse a llorar una vez más, pero seamos francos, quién de ustedes no lo hubiera hecho también en mi posición. Sin embargo intenté calmarme, me daba miedo de que fuera a tornarse nuevamente agresivo en mi contra; todavía llevaba el lado izquierdo de mi cara marcado por una bofetada que me dio un tiempo atrás, y solo había sido una única agresión. ¿Pueden creerlo?
Estaba llena de miedo, incomprensión y por más que suene absurdo, de rabia. No era justo estar en aquella situación, no había hecho nada para merecerlo; todo lo contrario, la mañana de aquel día, me levanté como siempre lo hacía, seis de siente días a la semana, tan pronto sonó el despertador indicando que eran las cinco de la mañana y que mi faena debía comenzar. Tomé una ducha de agua fría, porque ese viernes amaneció particularmente caluroso.
Luego de vestirme y tomar el desayuno, me despedí de mi madre y salí de casa como cualquier otro día de rutina. Afuera estaba Virginia conversando con una vecina contemporánea con ella, mientras ambas esperaban el autobús escolar. No vi a Anna por ningún lado, seguramente seguiría en cama o vistiéndose, a fin de cuentas, ella ya no empleaba el transporte escolar, sino que en su lugar esperaba a unos amigos que siempre le llevaban hasta el colegio; es la ventaja del high school. No lo había pensado antes, pero ahora que lo veo, cómo envidio esa rutina, a la vez que recuerdo con nostalgia mis propias experiencias en esa instancia de mi vida.
Mi plan ese día era no hacer planes, dejar que mi rutina llevara las riendas de todo: caminar seis manzanas hasta la calle Washington y esperar el autobús de la 6:25. Dado que Bethany es una comarca pueblerina, normalmente las caras que viajan cada mañana en el transporte público son conocidas, de modo que aunque no exista mucha confianza, uno termina saludando y conversando un poco más de lo que normalmente sería una mera cordialidad que podría tenerse con algún extraño. La ciudad ronda los cuarenta mil habitantes y aunque no es poca gente y estamos tan cerca de Oklahoma City, créanme cuando les digo que nuestra comunidad es muy grata y sencilla, casi pueblerina en cierto modo.
A las 6:50 bajaría del bus y caminaría apenas unos 100 pies, para llegar al Starbucks donde laboraba y así estaría puntual para el turno de las 7:00 AM. A esa hora el grupo de apertura ya tendría la tienda abierta, de modo que en cuestión de un par de minutos tomaría mi puesto de trabajo. Sobre la marcha iría saludando a los muchachos y todos me responderían respectivamente con afecto y cordialidad.
El gerente de la tienda es Jean Luque, un canadiense proveniente de Quebec, debe tener alrededor de unos cuarenta años, puede que menos, pero es una de esas personas muy difíciles para calcularle la edad. Tiene experiencia en todo, parece haber vivido cien años y su personalidad es muy madura; no seria, no se confundan, pero es muy madura. Aunque por otro lado, tiene facciones muy joviales y siempre anda enérgico. No sé, nunca pudimos calcularle la edad; Ellen, Lucas y yo teníamos una apuesta sobre quién lograría descubrir su edad. El premio sería que los perdedores harían el horario del fin de semana durante todo un mes, en favor del ganador.
Ellen y Lucas eran al igual que yo, nacidos y criados en Bethany, en mi caso porque me gustaba mi ciudad, no era fanática de las aventuras ni nada de eso, supongo que son los genes que heredé de mi padre. Pero ellos en cambio, no dejaban de quejarse de su mala suerte y no perdían oportunidad para decir que apenas pudieran, se marcharían tan lejos de allí como les fuera posible. Soñaban con New York o con Boston, supongo que como una especie de venganza personal contra Oklahoma, por aquello de la rivalidad deportiva entre ciudades, especialmente en materia de béisbol.
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Editado: 27.07.2023