Eros no creía en el amor.
No creía en ángeles, ni en redención, ni en segundas oportunidades. Solo creía en los contratos, en la sangre caliente de sus víctimas, y en la paz absoluta del silencio.
Hasta que la vio.
Fue un lunes nublado, en una ciudad donde el humo era más denso que el aire.
Estaba haciendo un reconocimiento rápido de la zona, por encargo de uno de sus clientes habituales. El blanco vivía cerca del centro, a dos cuadras de una escuela secundaria a la que jamás prestó atención.
Hasta que esa tarde, al pasar junto a las rejas oxidadas del instituto, salió ella.
La multitud no importaba. El ruido, el tráfico, los uniformes idénticos: todo se volvió gris, excepto ella.
Ana.
Cabello castaño, larguísimo, como una cascada salvaje que le caía hasta la cadera. Ojos marrones, sí, pero no comunes. No eran cálidos, ni fríos. Brillaban como si guardaran secretos antiguos, o tristezas que no le correspondían a alguien tan joven.
Tenía solo diecisiete años, pero Eros la observó como si fuese una visión. Una aparición en medio del infierno.
Y en ese instante —como solo ocurre una vez en la vida de un hombre condenado— supo que ya no sería libre.
A la semana siguiente, Eros rentó un apartamento frente al café junto al instituto.
Pasaba horas allí, fingiendo beber café, mirando por la ventana, memorizando cada uno de sus movimientos.
Ana no tenía idea. Jamás notó su presencia. Para ella, era solo un rostro más entre muchos, un hombre cualquiera entre la multitud.
Pero para Eros, ella era todo.
La vio reír con sus amigas, esconderse bajo su suéter en los días de lluvia, llorar en silencio con los audífonos puestos.
La vio leer novelas románticas en el recreo, quedarse dormida en el bus, escribir poemas que luego rompía.
Y cuanto más la veía, más crecía la obsesión.
Un año entero pasó así.
Eros no lo consideraba vigilancia. Era devoción.
Amarla desde las sombras era su religión.
Hasta que un día, la vio salir del colegio con alguien más.
Gabriel.
Joven, sonriente, idiota. Le puso el brazo sobre los hombros como si tuviera derecho. Como si Ana le perteneciera.
Eros sintió cómo la furia se le clavaba bajo la piel como cuchillas.
Se fue del café. No quería mirarlo.
Quería desaparecerlo.
Esa misma noche, hackeó sus redes, su teléfono, su vida entera.
Gabriel tenía dieciocho, vivía solo, era capitán del equipo de béisbol.
Ana había ido una vez a su departamento, según los registros de vigilancia de las cámaras callejeras que Eros también controlaba.
Ese fue el error que costaría una vida.
Tres noches después, Gabriel salió de la ducha con una toalla en la cintura y vapor en los pulmones.
Y ahí estaba él.
El chico de la máscara.
Sentado en su sofá. Sin decir nada.
Solo observándolo.
Gabriel intentó negociar. Mencionó nombres. Habló de dinero.
Eros no dijo una palabra hasta que se cansó del ruido.
“¿Por qué la tocas?”, preguntó.
Gabriel frunció el ceño, confundido, nervioso.
Intentó tomar un bate de béisbol que colgaba de la pared.
“¿De quién hablas? ¿De Eli?”
Ese nombre.
Eli.
Eros se congeló.
Adulterio.
Gabriel no solo tocaba a Ana. Tenía otra.
¿Y aun así se atrevía a abrazar a Ana?
¿A besarla con una boca sucia, compartida?
Eros sintió cómo el mundo se volvía rojo.
Sacó el hacha.
El resto fue silencio.
Fue rápido. Preciso. Limpio.
No dejó rastros.
Borró cámaras, alteró registros, hizo parecer que Gabriel nunca existió.
Un accidente, una desaparición común en una ciudad donde la policía no pregunta mucho.
Y entonces, ya no hubo más obstáculos entre él y Ana.
Pero verla triste por la desaparición de Gabriel le provocó algo inesperado.
No era remordimiento. No.
Era frustración.
¿Por qué lloraba por alguien que no merecía su amor?
¿Y cuánto tiempo más tendría que verla desde lejos?
¿Cuánto más antes de hacerla suya de verdad?
Fue entonces cuando la decisión se tomó sola.
Ya no podía vivir sin ella.
Ya no bastaba con mirar.
Ana tenía que ser suya. Para siempre.
Era lunes. Nueve de la noche. La ciudad olía a concreto mojado y a podrido.
Eros sabía exactamente dónde estaría Ana. Siempre lo sabía. Esa noche ella pasaría un rato con sus amigas en el parque frente a la preparatoria. Y como cada lunes, al volver a casa, tomaría el mismo camino. El atajo. El callejón sin cámaras, sin gente, sin testigos.
Un punto ciego en la ciudad. El lugar perfecto para desaparecer a alguien.
Eros llegó antes que ella. Tenía todo preparado.
No vestía como el hombre del café. Esta vez sí llevaba la máscara.
No por necesidad, sino por ritual.
Porque esta vez no era un trabajo. Era ella.
El eco de sus pasos resonó por el asfalto sucio.
Ana dobló la esquina. Venía sola, como siempre. Auriculares puestos. La mochila colgando del hombro.
Lo vio, se detuvo y lo observó.
Silencio.
Un minuto exacto.
Luego habló.
—Y hoy por qué llevas una máscara.
Eros no respondió de inmediato. Su mente no registró las palabras, sino el tono.
Su voz.
Era más suave de lo que había imaginado. Cálida, como miel con cenizas.
La repitió en su cabeza. Una y otra vez.
Hasta que se obligó a reaccionar.
—¿De qué hablas?
Ana ladeó la cabeza. Ni una gota de miedo en los ojos.
—Eres el muchacho del café. Siempre te veo.
Eros dio un paso. Luego otro.
El corazón le latía fuerte, pero no por nervios.
Era ansiedad. Hambre. Posesión.
Sacó el paño.
—Lo siento, niña.
Ella ni siquiera gritó cuando él cubrió su boca.
Ni forcejeó.
El cloroformo hizo su efecto rápido.
Eros la sostuvo con cuidado, como si cargara algo sagrado. La subió a su camioneta con las ventanas polarizadas.