—Así que tu papá está loco, ¿no? ¿Quién diría que un hombre tan atractivo como él haría cosas como estas? —le dijo Ana a Theo, el cachorro husky que la acompañaba. Ya habían pasado tres horas, y del aburrimiento, Ana se quedó dormida.
Eros llegó alrededor de las nueve de la mañana. Se duchó sin apuro y se preparó unas tostadas con mantequilla. Luego se tumbó en el sofá de la sala y durmió unas cuatro horas. Soñó con ella. Soñó con Ana. La imaginó atada a la cama, besando su cuerpo, asfixiandola con sus manos mientras ella simplemente carcajeaba con lágrimas en los ojos. Se despertó sobresaltado con los ladridos de Theo. Corrió al sótano.
Theo estaba ladrándole a Ana para que despertara.
—Dios mío —susurró Eros al verla.
Ella estaba allí, acostada en la cama, con la cobija estrujada a punto de caerse al suelo. Llevaba puesta solo la camisa de su uniforme, ropa interior y esas medias altas hasta las rodillas. Su cabello estaba desorganizado, su piel morena cálida y tentadora. Eros intentó contenerse, pero no pudo. Se acercó, rozó con la yema de sus dedos su hombro, embelesado por su textura, por su suavidad, por el calor que irradiaba. Se inclinó sobre ella, cerró los ojos y aspiró el olor de su cabello, de su cuello.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Ana con voz ronca.
Eros sintió que moría. Su corazón dio una voltereta y luego otra. Se le cerró la garganta, pero logró responder:
—Si estás despierta, ve a ducharte. Te traeré ropa y comida. Cuando estés lista, vendré a instalar una pequeña televisión. Así que no intentes nada, las únicas aplicaciones permitidas son Netflix y Disney. Todo lo demás está restringido.
—¿Estás diciendo que me vas a ver desnuda por esas cámaras?
Eros se quedó en blanco.
¿Qué mierda?, pensó. ¿Por qué me dice eso? ¿Por qué me hace pecar de esta manera? Me está provocando a toda intención. La rabia, el deseo, la confusión, se mezclaban en su cabeza como veneno.
—Es por seguridad —contestó finalmente.
—¿Seguridad de qué? Esa puerta no puede abrirla ni Rayno Nel. Hay exactamente seis cámaras en esta habitación, menos en el baño. ¿De qué seguridad hablas? —espetó Ana, molesta.
Eros se acercó, la agarró del cabello con fuerza y la obligó a mirarlo.
—Mira, niña. Te estoy tratando bien, así que tú también hazlo.
La soltó con un bufido, dio un par de pasos hacia la puerta y, sin mirarla, y lanzó:
—Te están buscando.
Ana no parpadeó.
—¿Por qué no me dices de una vez por qué estoy aquí?
Eros se quedó allí. Quieto. Viéndola. Dudando. En su mente, las voces empezaron a subir el volumen, y los tics regresaron sin misericordia. Se tocó el cuello, el pecho, la mandíbula. Ana lo notó de inmediato. Su rostro se puso tenso. Eros respiraba agitadamente.
Sin decir una palabra más, se dio media vuelta, salió del sótano y cerró la puerta detrás de él. Apenas el sonido de la cerradura resonó en la madera, dejó caer todo el peso de su cuerpo contra la pared y se quitó la máscara.
Su corazón latía como si estuviera a punto de estallar.
Estaba obsesionado con ella.
Con su arrogancia.
Con su belleza.
Con su manera de desafiarlo.
Obsesionado, hasta más no poder.
El teléfono de Eros vibró de pronto con una alarma. La pantalla encendida mostraba el rostro de Ana, acompañada de un mensaje:
“Chica de 17 años desaparecida. Nombre: Ana Bárbara del Rey. Última vez vista el lunes a las 8:36 p. m. en el parque infantil Thunderplay, a dos cuadras de la preparatoria Stiven’s. Si la ve, por favor comuníquese al 786-——-——.”
Eros soltó una risa seca.
—Qué estupidez. Está en perfectas condiciones a mi lado —murmuró para sí mismo—. Su familia no tiene ni para un arroz con huevo. Conmigo vivirá mejor.
Y en cierta forma, era verdad.
Ana no tenía una vida placentera. Su madre era drogadicta desde que tenía memoria, y su padre… ausente. Completamente fuera de escena. La única razón por la que Ana seguía yendo a clases era porque el gobierno obligaba a los menores de edad a estudiar hasta los 18. Su plan siempre había sido el mismo: huir cuando cumpliera años en octubre. Faltaban solo tres meses.
A Eros no le sorprendía que su desaparición hubiese sido reportada. Su madre vivía de los beneficios del gobierno, y sin una hija registrada, no habría dinero. Eso era todo lo que le importaba. No si su hija estaba bien. No si la habían lastimado. Solo los billetes a final de mes.
Y Eros lo sabía.
Él sabía todo sobre Ana.
Mientras tanto, Ana se revolvía en la cama. No por incomodidad, sino por la rabia contenida, por la incertidumbre.
—¿Qué estará pensando mi mamá ahora mismo? —susurró en voz baja, aunque ya sabía la respuesta.
Casi sin darse cuenta, lo dijo en voz alta:
—“No voy a tener dinero para mis cigarrillos…”
Levantó la cabeza y miró directamente a una de las cámaras. La que apuntaba hacia la cama. Y entonces sonrió.
Era una sonrisa irónica. Una mezcla de desafío y aceptación. Como si jugara con la línea invisible que separaba la víctima del verdugo, la provocadora del observador.
Su cuerpo se movió con lentitud mientras desabotonaba su camisa, aún con las medias puestas, aún con los ojos fijos en ese pequeño lente oscuro en la esquina de la habitación. No necesitaba decir nada. No necesitaba tocarse. Solo quería que él supiera que ella también podía jugar.
Y como era de esperarse…
Eros estaba mirando.
Eros bajó lentamente la mirada hacia sus propios pantalones, su mano izquierda temblaba, y sus dedos apretaban con fuerza el cinturón como si eso pudiera detener el deseo que se le escapaba por los ojos. Apretó los dientes, con la mandíbula marcada, los pómulos tensos y la piel encendida. Quería poseerla. No como un impulso pasajero, sino como una obsesión arraigada. Quería que ese cuerpo, esa mirada desafiante, esa lengua venenosa y dulce, quería que fueran solo suyas. De nadie más.