Bajo la protección del Magnate Frío.

CAPÍTULO 4

Antonella

Es mi primer día en el trabajo, y aunque los nervios me traicionan un poco, me siento aliviada. Por lo menos hoy desayuné. En casa de mamá eso era casi un lujo imposible, pero aquí, lo primero que hacen es mandarte al cafetín, te sientas, comes, te relajas… y luego a trabajar. El desayuno fue delicioso, aún tengo el sabor en la boca. Gracias a la señora Guzmán conseguí este empleo. Sé que no es algo grande, pero me ayudará a mantenerme, al menos en esta etapa de mi embarazo.

Solo espero que los superiores no se enteren de mi situación. No quiero causarle problemas a la señora Guzmán. Ella ha sido buena conmigo, y si me descubren, podrían echarme sin pensarlo dos veces. Por suerte, aún no se nota el vientre. Mientras eso no pase, tengo que seguir actuando con normalidad, sin levantar sospechas. Trabajaré duro, no me arriesgaré innecesariamente. Además, aquí me alimento bien, algo que mi cuerpo y mi bebé agradecen.

El cuarto ya está pagado por una semana. Ahora me toca luchar para conseguir lo del mes. Comienzo a limpiar los salones como me indicó una de las encargadas. Estoy concentrada cuando me mandan a una oficina para que la deje en orden. Entro, limpio los escritorios, paso el trapo por la mesa… y entonces veo una foto: una mujer y una niña pequeña. Me detengo un momento a mirarla, pero una voz me sobresalta.

—¿Tú quién eres?

Me doy la vuelta asustada, y me encuentro con un hombre alto, de cejas elevadas y rostro severo. Tartamudeo: me parece conocido.

—B-Buenos días, señor. Soy nueva. Me mandaron a limpiar esta área...

—¿Quién te dio orden de entrar aquí? —me interrumpe, claramente molesto—. En esta área no entra nadie sin mi permiso.

—Lo siento mucho, señor. Yo... yo sólo seguí órdenes...

—Tú me pareces conocida —dice con un tono sarcástico—. Bien. Sal de aquí. Limpia en otro lado. Me molesta que hagan las cosas sin autorización.

—Discúlpeme... no volverá a suceder.

—Ahora mismo voy a preguntar quién te dio la orden. Esto no lo paso por alto.

Intento explicarme, pero me toma del hombro y me saca de la oficina. Se dirige al asistente que está afuera:

—¿Quién le dio permiso a esta mujer para limpiar mi oficina?

El asistente parece nervioso.

—Creo que fue la jefa de limpieza, señor.

—¿Y desde cuándo ella da órdenes para entrar en mi oficina ? Nadie entra sin que yo lo autorice. Ni siquiera la jefa de limpieza. Quiero que eso quede claro.

—Lo siento, señor. No volverá a pasar.

Él me lanza una última mirada, niega con la cabeza y se encierra de nuevo. Yo me quedo ahí, paralizada unos segundos. Respiro hondo. Maldito engreído, pienso. ¿Qué se cree? ¿Acaso es el dueño de este lugar? Por la manera en que hablaba, pareciera que sí. Tal vez es el CEO, o alguien muy importante. Me quedo en silencio. Las manos me tiemblan. Esa oficina... ese hombre... sentí que me puso los nervios de punta.

Vuelvo a mis labores, entrando al área de baños. Ordeno, recojo papeles, cambio bolsas, limpio y coloco una pastilla aromática en cada cubículo. Luego me lavo bien las manos y me quito el delantal de hule grueso que usamos para limpieza. Me hago una cola alta, me acomodo un poco, y bajo al comedor. Es mi hora de almuerzo.

El lugar está lleno de gente, hay una fila larga para recoger la comida. Mientras espero, siento que alguien se me acerca.

—¿Tú eres la nueva de limpieza?

—Hola, buenos días. Sí, soy yo.

—Mucho gusto. Soy Marta. ¿Y tú?

—Antonella. Encantada.

—¿Tu primer día, verdad? Seguro todo emocionante y... ¡boom!

—¿Boom? ¿A qué te refieres?

—Seguro fuiste a la oficina del "hombre de hielo".

—¿Del qué?

—Del CEO, del dueño. El magnate. El que manda aquí. ¿Te mandaron a limpiar su oficina?

—Sí... hace como dos horas ¿Por?

—Ay, chica, eso lo hacen a propósito. A él no le gusta que nadie limpie su oficina si él no lo ordena. Es como una prueba.

—¿Una prueba?

—Sí. Es su forma de medir si aguantamos. Si somos "dóciles". Si no le gusta una chica nueva, la jefa de limpieza la manda a propósito allá para que él la eche.

—No puede ser...

—Sí puede. A mí me pasó algo similar. Si eres joven, como tú o como yo, tienes que tener el doble de cuidado.

—Eso explica muchas cosas...

—¿Te dijo de todo?

—Un par de cosas. No fue muy brusco, pero me dejó temblando.

—Ven, vamos a sentarnos juntas.

Nos sentamos con nuestras bandejas, y mientras comemos, observo todo a mi alrededor. El comedor está lleno. Arriba están las tiendas: ropa de lujo, zapatos finos, botines, tenis. Hay un pabellón exclusivo para ropa de niños y otro solo para mujeres. Todo brilla con elegancia. Me cuentan que hay un salón especial para eventos, desfiles de moda y presentaciones.

No sabía nada de esto.

Empecé a comer, pero de repente me invadió una náusea. Me tapé la boca con la mano.

—¿Estás bien? —pregunta Marta, preocupada.

—Sí, sí, estoy bien.

Trago saliva, disimulo como puedo. No puedo permitir que nadie me descubra. Tomo un poco de refresco y respiro profundo. Por favor, bebés no ahora. Ya tengo un trabajo. No me pueden echar. No ahora... no cuando recién conocí al maltrato con corbata que dirige todo esto.

Sigo comiendo con disimulo, tratando de aguantar mi malestar.

***

Antes de que comenzara la tarde, me dispuse a limpiar uno de los cubículos del tercer piso. Mientras me agachaba para recoger unos papeles del suelo, mi estómago gruñó con fuerza. El hambre me estaba matando.

Saqué de mi bolso un pequeño trozo de pan que me había sobrado de la mañana, y lo comí con rapidez, tratando de disimular. Si alguna de las otras limpiadoras me veía en ese estado, estaría en serios problemas. No quería perjudicarme, ni mucho menos hacer quedar mal a la señora Guzmán, quien fue la única que, con un poco de compasión, me dio esta oportunidad. Ella me lo advirtió:




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