Dante
Muevo las manos con rapidez sobre mi escritorio. Estoy en medio de una reunio con mi padre, pero mi mente no logra concentrarse del todo. De pronto, mi padre se acerca con una bebida en la mano. Sin mirarlo, apenas levanto la vista.
—No tengo sed —digo, sin rodeos.
—Es para que te sientas más tranquilo —responde él, con ese tono fingidamente amable—. Últimamente sigues con lo de tu problemita...
—¿Mi problemita? —repito, frunciendo el ceño.
—Así es, hijo. Tu problemita.
Siempre es lo mismo. Nunca viene para hablar como padre e hijo, sino para hablar de negocios o para manipularme. Esta vez no es diferente.
—¿A qué viniste exactamente? —pregunto.
—A cerrar lo de la compra de ganado. Quieren comprarte cien cabezas. Será una buena venta.
Solté un suspiro cansado. Ya ni siquiera me interesa ese tipo de cosas.
—¿Y con mi firma bastará? —inquirí.
—Por supuesto, con tu firma podemos avanzar —respondió, como si fuera algo menor.
—No, no solo con mi firma —repliqué—. Recuerda que tengo que estar ahí.
—Lo sé, pero quería hacerlo por ti...
—Gracias, padre, pero no lo necesito. Son mis fincas, mis animales. Por tal razón, yo tengo que estar presente. Tú estarás a cargo, sí, pero yo debo estar ahí cuando se entreguen las ventas.
Ni siquiera toqué la bebida que me ofreció. Me coloqué bien el saco, ajusté las mangas y salí de su despacho.
—Veremos qué pasa. Por ahora estoy muy ocupado. No tengo tiempo para esto.
—Está bien, hijo. Pero por favor, tómate las pastillas para la ansiedad.
—No soy un niño, padre. Claro que lo haré. Puedo manejarlo. No te preocupes por mí.
Cerré la puerta tras de mí sin mirar atrás.
Ya en el coche, le di una orden directa al chofer.
— Mueve el trasero de qui.
—¿Para dónde vamos, señor Belmonth?
—Llévame a casa. Necesito descansar.
—Está bien, señor.
Me acomodé en el asiento trasero y me quedé mirando la carretera por la ventana. La figura de mi padre rondaba mi mente. Siento que se aprovecha de mi enfermedad, de mis debilidades. Quiere adueñarse de lo mío, como si fuera suyo. No confío en él, aunque a veces pretenda lo contrario. Es el único que me queda... pero eso no lo hace confiable.
Saqué el móvil del bolsillo y marqué el número de Oscar. Contestó al primer timbrazo.
—¿Cómo estás?
—Hola, Óscar. Necesito que averigües algo por mí.
—Usted sabe que siempre estoy a sus órdenes, señor Dante.
—Mi padre dice que vendió cien cabezas de ganado. Quiero que verifiques eso tú mismo. Ni una más, ni una menos. Me ha costado demasiado mantener esto en pie como para que alguien juegue con mis recursos.
—Entiendo. Haré el viaje personalmente. ¿Y si me preguntan qué hago ahí?
—Diles que son órdenes del señor Belmoth. Que no necesitas dar explicaciones.
—Muy bien. ¿Desea algo más?
—Sí. Quiero fotografías. Verifica todos los contratos firmados. Asegúrate de que esté mi sello. Tú tienes una copia, ¿cierto?
—Por supuesto. Y no se preocupe, señor.
—Tu eres el único en quien confío.
— Jamás lo traicionaría.
—Si lo haces, ya sabes lo que sucederá.
—Lo sé. Puede confiar en mí.
—Te dejo todo en tus manos. Quiero una videollamada o una conferencia cuando estés allí. Quiero todo en orden.
—Entendido. Por cierto, ¿no vendrá usted?
—Te dije que no puedo hacer viajes largos. Salúdame a tu esposa.
—Lo haré. Cuídese, señor.
Corté la llamada y guardé el móvil.
Oscar es un verdadero hombre. Le tengo más confianza a él que a mi propio padre.
***
Apenas cruzo la puerta de mi residencia, lo primero que hago es saludar a mi único empleado. Es el único que tengo aquí, el único que me acompaña en esta casa vacía.
—Hola, señor. ¿Va a querer que le prepare algo? —me pregunta con amabilidad.
—No, no quiero nada por ahora. Si me da un poco de hambre, yo veré qué hacer —respondo sin mucho ánimo.
—Bueno, señor. Pero igual estoy aquí a sus órdenes.
—Tranquilo. Prepara, limpia todo lo que tengas que hacer... y luego puedes ir a descansar a tu habitación.
—Okay.
Justo cuando está por irse, recuerdo algo importante.
—Ah, por cierto... contrataste a tu esposa, ¿verdad?
—Sí, señor. Ella vendrá mañana a trabajar.
—Bien. No quiero más empleados. Solo tú y tu esposa, nada más. Por ahora no necesito a nadie más. No hay nadie en esta casa... solo estoy yo.
—Sí, señor, a sus órdenes.
Subo lentamente a mi habitación. Ni siquiera me quito los zapatos. Me recuesto en la cama con pesadez, como si todo el peso del mundo se asentara sobre mis hombros. Alargo la mano hacia la mesita de noche y tomo la fotografía que descansa ahí. La observo durante un largo momento... luego, con el dedo, trazo una línea sobre la imagen. Cierro los ojos. Me siento mal, completamente mal. Coloco la fotografía de nuevo en su lugar, boca abajo esta vez, y trato de descansar. Lo único que deseo es dormir. Dormir y no pensar en nada.
Cierro los ojos. Solo un instante. Pero ese instante se vuelve eterno... y una vez más, la pesadilla vuelve a apoderarse de mí.
Estoy manejando. A toda prisa. Discuto mientras ella llora, suplica. Mis manos aprietan el volante. Los frenos... los frenos empiezan a fallar. Siento el terror recorrerme mientras intento detener el coche, pero ya es tarde. Nada responde. Lo único que percibo después son los golpes brutales cuando el auto se precipita... y cae. Cae sin control. El impacto, el dolor, el grito ahogado. Y luego... el vacío.
Me levanto de golpe, jadeando. El corazón me late con fuerza descontrolada. Estoy empapado en sudor, las manos me tiemblan. Aprieto los puños con rabia, con impotencia. Me incorporo en la cama, aún agitado.
—Maldita sea —murmuro entre dientes—. Todos los días... esta maldita pesadilla.
Me levanto con torpeza, me acerco al gavetero y busco desesperado las pastillas. Tomo una y la trago con un sorbo de agua. Se me había olvidado tomarlas. Respiro con dificultad. La ansiedad me aprieta el pecho.