Narrado por Antonella
Me encuentro en la cama, sintiéndome terriblemente adolorida. Me duele la cabeza con una intensidad insoportable, como si me latiera desde adentro. Ha pasado exactamente más del meses desde que supe que estoy trabajando y ayer fue día de pago. Por suerte, logré cubrir el costo de la habitación donde me estoy quedando. Hoy tenía planeado ir a una clínica pública para revisar cómo está mis bebés. Saber si todo va bien, cuántos meses tengo exactamente. No he vuelto a saber nada del idiota de Giovanni, gracias a Dios.
Con esfuerzo, me levanto. Siento un fuerte dolor bajo el vientre. Me quito la ropa lentamente y me miro en el espejo: mi vientre se ve un poco más grande. Me tambaleo un poco, pero intento tranquilizarme. Entro a darme una ducha, aunque ya sé que el agua nunca sale tibia. Siempre helada. Me baño lo más rápido que puedo, y al salir, tiritando, me pongo un pantalón flojo y una camisa holgada. Tomo mi bolso y salgo del cuarto.
Con lo poco que me quedó del salario, compré algo para desayunar. Pero ni siquiera eso me entraba. Las náuseas no me dejaban en paz, así que decidí ir directamente a la clínica. Tomé un taxi y, al llegar, anoté mi nombre en recepción. Había muchas personas esperando, pero por suerte hoy era mi día libre, así que podía quedarme el tiempo que fuera necesario.
Cuando escuché mi nombre, me levanté como un resorte.
—Hola, soy Antonella Garcías —dije con voz suave pero firme.
Me indicaron que entrara al consultorio número 2. Apenas crucé la puerta, una doctora me recibió con una sonrisa amable.
—Señorita Antonella, mucho gusto. ¿Qué te trae por aquí?
—Bueno, estoy embarazada —respondí—. Quiero empezar a tomar vitaminas, saber con certeza cuántos meses tengo, mi fecha probable de parto… y si es posible, hacerme un ultrasonido.
—Claro que sí, cariño. Vamos a hacerte todo eso. Súbete a la camilla, por favor —me dijo mientras me indicaba el lugar.
— Muchas gracias.
—Vamos a hacerte un ultrasonido, medir tu vientre, tu peso, y a verificar cómo esta el bebe. ¿Te parece?
—Esta bien, doctora —respondí mientras me colocaba la bata.
Me recosté en la camilla. Ella colocó un gel frío sobre mi vientre y encendió el ecógrafo. La pantalla se iluminó con las primeras imágenes.
—¿Sabías que estás embarazada de gemelos? —preguntó mientras movía el dispositivo.
—Sí, ya me había hecho un ultrasonido antes —contesté, aunque escuchar la palabra “gemelos” de nuevo me hizo sentir una punzada de miedo… y de amor.
—Muy bien —continuó—. Según la imagen, estás por entrar al cuarto mes. Es decir, cerca de las 24 semanas. Tu fecha probable de parto es para la primera semana de noviembre, sus corazones laten bien.
—¿No puedo creer que ya tenga mas de 4 meses? —susurré sorprendida.
—Sí, Antonella. Pero necesito que tomes esto en serio: estás demasiado delgada. Los bebés ya están formaditos, tienen sus bracitos y se mueven bien, pero pesan muy poco. Y tú necesitas subir mucho de peso. No se te nota mucho la panza aún, pero en el quinto mes empezará a notarse más.
Me miró con seriedad y cariño.
—Voy a recetarte ácido fólico, vitaminas, y una dieta rica en frutas y proteínas. También quiero que te hagas unos análisis. Me parece que estás anémica. ¿Te has sentido mal últimamente?
—Sí… muy mal —admití, bajando la mirada.
—Vamos a revisar tu presión y tu temperatura.
La doctora tomó mis signos vitales.
—Tienes un poco de fiebre, pero tu presión está dentro de lo normal. Hazte los exámenes hoy mismo, ¿sí? Y me los traes apenas los tengas.
—Está bien, doctora. Muchas gracias por su amabilidad.
—Llámame María —me dijo con una sonrisa.
Al salir, escuché su voz llamando a la siguiente paciente.
Me dirigí al laboratorio para que me extrajeran sangre y me hicieran los exámenes. Me senté a esperar mi turno, observando a otras mujeres embarazadas, muchas de ellas acompañadas de sus parejas. Era lindo ver cómo las abrazaban, cómo les acariciaban la barriga, cómo se reían juntos. Y yo… yo estaba sola. No tenía a nadie que me preguntara cómo me sentía, ni quién me regañara si no comía bien. Mis padres me dieron la espalda, Giovanni también. Pero no me rendiré. No, no puedo.
Suspiré profundamente. Saqué un jugo de mi bolso y lo bebí lentamente, esperando que eso calmara un poco el malestar. Los achaques me están volviendo loca cada día más, pero cuando pienso en mis bebés, en que tengo dos corazones latiendo dentro de mí, sé que vale la pena.
Voy a salir adelante… por ellos. Por mí.
***
Cuando me llamaron para hacerme los exámenes, respondí de inmediato. Después, me tocó esperar a que la doctora los valorara. Estuve allí sentada por más de una hora, y ya sentía las nalgas entumidas. Pero no tenía opción: tenía el día libre y debía aprovecharlo. Cuando por fin entré a consulta, la doctora me atendió con calma, volvió a revisar mis resultados y luego me miró fijamente.
—Estás muy anémica —me dijo—. Tienes los glóbulos muy altos, parece que tienes una infección renal. No estás tomando suficiente agua. Es común en las embarazadas, pero no por eso menos peligroso.
Me quedé callada, procesando lo que acababa de decirme.
—No te puedo dar ningún tratamiento —agregó—. Es riesgoso para los bebés. Lo único que puedes hacer es tomar muchísima agua, suero, o alguna bebida que te hidrate. Pero nada más. Te voy a dar una receta para ácido fólico, eso sí. Lo demás vas a tener que comprarlo por tu cuenta. Ya sabes cómo es esto, es un hospital público, y aquí casi nunca hay pastillas suficientes.
Asentí.
—Está bien, lo haré.
—Tu próxima cita es en dos meses —dijo mientras escribía algo—. Veremos cómo están los bebés, el sexo y sobre todo tu peso.
—Muchas gracias, doctora —respondí antes de salir.
Al salir del hospital, me subí a la ruta y me dirigí a la plaza. Miré la carretera sin mucho ánimo, con el cuerpo cansado. Me sentía algo tristona, como sin fuerzas. Y para colmo, empezaba a sentir fiebre.
Cuando bajé, crucé la calle. Quería entrar al supermercado a comprar algunas cosas para cuidarme mejor. Comida más sana. Compré un poco de frutas, un perfume para mí, un antitranspirante y dos blusas. Por lo menos el pago que había recibido no era poco, era generoso, y eso me ayudaba. Aunque el trabajo era cansado y tenía que soportar al ogro del magnate, no había de otra.
Recuerdo el día en que me pidió que limpiara su oficina, y luego me dijo que no lo hiciera porque estaba muy ocupado. ¿Quién lo entiende? Pero ni modo, tengo un trabajo y debo aprovecharlo mientras pueda.