Dante
No pude evitar arquear una ceja cuando la vi. Esta chica… ¿como demonio entro a trabajar aqui? Y lo peor: claramente esta embarazada. Su vientre se nota un poco abultado, su rostro pálido, el sudor marcando su frente… todo en ella gritaba vulnerabilidad. La observé con detenimiento desde el umbral de mi oficina, y cuando intentó incorporarse torpemente, sentí un nudo extraño en el estómago. Era un desastre andante.
—¿Qué hace una mujer embarazada en mi empresa? —solté con frialdad, cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿Cómo entraste aquí?
Ella se sobresaltó, los ojos vidriosos, temblorosos, llenos de súplica.
—Por favor, señor… Discúlpeme, se lo pido. No me eche… Necesito este trabajo — suplico con voz quebrada—. Le aseguro que no comentaré nada, esto es…
Se tambaleó un poco, como si estuviera a punto de desmayarse. La fiebre era evidente.
—Ay, maldita sea… —murmuré con fastidio—. ¿Quién te contrató?
—Por favor, nadie lo sabe… Cuando traje mis papeles, no le dije a nadie que estaba embarazada.
—Te vas a tener que ir —sentencié con dureza, dando un paso hacia ella.
—¡No, por favor! Le aseguro que no comentaré nada.
—Pero… una vez más… —dudé —. ¿Cómo está? Incluso está con fiebre y está trabajando. Si te pasa algo, ¿quién crees que va a pagar por todo esto? ¡Seré yo! ¡Por tener a una mujer en cinta en mi empresa!
Ella bajó la mirada, temblando.
—Se lo pido… piense, por favor… Estoy sola. No tengo a nadie que me apoye. Si usted me echa, me quedaré sin ni un dólar… No podré conseguir nada para el futuro de mis hijos.
¿Hijos? ¿Ya tenía otros? Inspiré hondo, intentando mantenerme firme, aunque algo en mi interior comenzaba a agrietarse.
—Lo pensaré… —gruñí finalmente—. Ahora, lárgate. De mi oficina. ¡Ya!
—Por favor, señor… —susurró mientras juntaba un trapo húmedo del suelo—. Solo déjeme terminar de limpiar…
—¡Que te largues, te digo!
Pero no se movió. Me miró a los ojos, con esa extraña mezcla de miedo y esperanza que solo he visto en los que han tocado fondo.
—Yo sé que usted no es una mala persona —murmuró—. Yo sé que aparenta serlo, pero usted… usted es un ángel. Un pan de Dios.
La ironía de sus palabras me hizo reír, seco, incrédulo. ¿Un ángel? ¿Yo?
—Le prometo que cuando mi vientre se note más… me iré de aquí. Solo deme esta oportunidad. Solo déjeme recoger un poco de dinero.
—¿Dices que cuando se te note más? Si ya se te nota, muchacha… —dije con exasperación, llevándome una mano a la frente. Quisiera saber quien cometió tal error en contratarte.
—Por favor… Nadie tiene la culpa. Fui yo la que entró, necesitaba el trabajo. No culpe al que me contrató, porque él no sabía nada.
La vi ahí, de pie, temblando. Podía sentir su desesperación, su miedo. Era como ver a alguien al borde de un abismo, aferrándose a la última cuerda antes de caer. Cerré los ojos por un instante.
—Vete, por favor… Luego hablamos —dije con más calma—. Voy a procesar esto… y lo pensaré a la perfección.
—Se lo pido, señor… —su voz era apenas un susurro—. Discúlpeme… pero no me eche. Haré todo lo que usted quiera. Necesito mucho este trabajo. Solo… permítame trabajar estos meses.
¿Qué demonios iba a hacer ahora?
—Señorita Antonella, por favor retírese.
—Está bien, señor —respondió con voz temblorosa antes de girarse y salir de mi oficina.
Tan pronto como la puerta se cerró tras ella, bajé la cabeza y golpeé con fuerza la palma contra la mesa.
—¡Maldita sea! —mascullé entre dientes.
¿Cómo demonios había entrado esa mujer aquí? ¿Quién la había contratado? ¿Y por qué, carajo, el que tomó sus papeles no reviso que esta embarazada? Además, su rostro pálido y los gestos de incomodidad no dejaban duda alguna: estaba enferma. No solo me irritaba la idea de que alguien en ese estado trabajara en mi empresa, sino que también me preocupaba la posibilidad de que hubiera un problema legal si algo le pasaba dentro del edificio.
Respiré hondo, intentando calmar el enojo que me hervía por dentro. Presioné el botón del intercomunicador.
—Nadia, llama inmediatamente a la jefa de limpieza. Quiero verla en mi oficina —ordené con tono seco.
—En seguida señor.
Apagué la computadora y me recosté en la silla. Cerré los ojos un instante, pensando. ¿Qué voy a hacer con esa chica? No lo sé. Su forma de hablarme, esa súplica en sus ojos… no entiendo por qué me afecta. Tal vez es lástima. O quizá algo más. Pero no tengo tiempo para emociones.
Unos golpes suaves en la puerta me interrumpieron.
—Pase.
—Sí, señor Dante, ¿me mandó a llamar?
—Sí.
— ¿Ocurrió algo con la chica que estuvo aquí hace un momento. Lamento mucho si hizo algún desorden…
—Tranquila. No hizo ningún desorden. Quiero que le des una semana de vacaciones. Apenas lleva un mes trabajando, ¿cierto?
—Así es, pero…
—¿Pero qué? ¿Por qué me estás tuteando? Te di una orden, cúmplela. Mándala a su casa ahora mismo. No está bien de salud. Y en esta empresa no tolero que se ignoren esas cosas. Hay normas, ¿o no las conoces?
—Sí, señor, claro. No lo había notado.
—Entonces pon más atención a tu equipo de trabajo. También son seres humanos.
—Sí, señor. De inmediato. ¿Puedo retirarme?
—Puedes.
Ella salió en silencio. Yo bufé con molestia y tomé el teléfono de mi escritorio. Marqué el número del gerente. Me contestó en pocos segundos.
—¿Señor Belmonth?
—Quiero que vengas a mi despacho ahora mismo.
Colgué sin esperar respuesta. Iba a aclarar esto de una vez por todas.
***
Minutos después, el gerente George entró en mi oficina. Lo miré fijo, sin rodeos.
—¿Tú contrataste a una chica llamada Antonella Garcias?
—Sí… yo la contraté hace un mes.
—¿Quién te la envió?
—Fue un favor que le hice a mi tía. Disculpe, señor Dante. Como usted pidió más personal para limpieza, ella me habló de esta muchacha. Pensé que podía funcionar.