Antonella
Abrí los ojos con dificultad. Sentía los párpados pesados y el pitido constante de la máquina a mi lado me confirmó lo obvio: estaba en un hospital. Intenté incorporarme, impulsándome con los codos, pero una enfermera me detuvo con suavidad.
—Tranquila, señorita —me hablo con una voz serena—. No puede levantarse aún.
—Es que… —balbuceé con la garganta seca— no tengo cómo pagar este hospital. No puedo quedarme.— Y era verdad, sabía que este hospital era una de las más caras en el país.
—No se preocupe —respondió con una sonrisa amable—. Su estadía ya ha sido pagada. Solo debe quedarse en reposo hasta que el suero termine. Es importante que no se estrese ni se fatigue.
Fruncí el ceño, confundida.
—¿Por qué? ¿Qué tengo?
—Tiene una amenaza de aborto — declara con seriedad—. Su cuello uterino estaba por abrirse. Necesita reposo absoluto y controlar sus emociones. No puede permitirse sobresaltos.
Amenaza de aborto. Sentí cómo me temblaban las manos. El miedo me subió por el cuerpo como un escalofrío helado.
—Está bien —susurré, aunque no terminaba de entenderlo del todo—. ¿Y quién pagó mi estadía?
—Creo que su acompañante, por cierto desea verla.
—¿Mi acompañante?
Antes de que pudiera procesar más, la puerta se abrió y lo vi entrar. Era él. Señor Dante. Sentí una mezcla de vergüenza que me revolvió el estómago. Me incorporé un poco con esfuerzo, apretando los dientes por el dolor en el vientre.
—Discúlpeme, señor… por favor —dije bajando la mirada.
—¿Por qué pides disculpas a cada rato? —resopló—. Solo te ayudé. Eres parte de la empresa, y no me gustaría que tus… problemillas terminen metiéndonos en un lío. Esto es delicado.
—Lo siento mucho. No volverá a pasar, señor Belmonth. Me lo puede descontar de mi salario.
—Espero que no —respondió seco—. Espero que todo esto no se repita. Siento que estoy perdiendo el tiempo.
Lo miré sin saber qué decir. Tenía tantas preguntas, quería preguntarle por qué entonces había decidido ayudarme… pero me mordí la lengua. No me gustaba hablar de más, y menos frente al dueño de la tienda.
—Gracias, nuevamente —dije apenas audible.
—Si no debía ayudarte, entonces ¿qué debía hacer? ¿Verte ahí tirada? No eres un perro, Antonella. Eres un ser humano. No te preocupes. Solo trata de mejorar y descansa. Tienes una semana. Solo quería informarte eso. Ah, y no te descontaré lo del hospital de tu salario.
—No, por favor… puede hacerlo. Es justo. Yo…
—Te dije que no fue mucho —me interrumpió—. Solo cuídate. Estarás aquí al menos 48 horas. Ya está cubierto.
—Que Dios se lo pague.
Se giró hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo un segundo y murmuró sin mirarme:
—¿Dios? —preguntó.
Se volvió unos pasos.
— Dices, Dios.
—Sí.
—¿Qué te puedo decir? En fin, tranquila. No creas que lo hago por bondad. Como te dije, trabajas en mi empresa. Y no quiero que esto termine siendo un problema legal. ¿Entendido?
—Entendido…
Y se fue. Me dejó ahí, con la boca entreabierta y un nudo en la garganta. Solté un suspiro, me recosté y cerré los ojos. Qué hombre más arrogante. Pero… me había ayudado. No podía entenderlo del todo.
Sea como fuera, ya no podía irme. Él había pagado. Lo único que podía hacer era reponerme y luego devolverle ese gesto. Lo haría. Aunque tuviera que trabajar dos meses más, le devolvería hasta el último centavo. Después de eso, me iría de la empresa. No quería que por mi culpa la señora Guzmán o su sobrino se metieran en problemas.
Cerré un poco los ojos y llevé la mano a mi vientre. Lo acaricié con ternura.
Lo único que puedo hacer ahora es esperar. Esperar que esto pase, que todo salga bien. Y cuando tenga a mis hijos en mis brazos… ya no seré una mujer débil ni necesitada. Lucharé. Haré lo que sea necesario para que a ellos no les falte absolutamente nada.
***
Me encontraba en mi cuarto, organizando todo con calma. Ya habían pasado tres días desde que empecé a sentirme un poco mejor. Tenía más fuerzas, aunque todavía me cansaba con facilidad. Estaba tomando mis vitaminas, y también un jarabe especial que, según el médico, me ayudaría a fortalecer el vientre. Me esforzaba por comer más proteínas, aunque a veces el apetito se me iba.
Me miré en el espejo. Mi vientre estaba visiblemente más grande. Cada día que pasaba se notaba más… y claro, eran dos. Suspiré suavemente y me coloqué una camisa holgada junto con un pantalón flojo. Me até el cabello negro en una coleta alta, me puse los tenis y salí con mi bolso colgado del hombro. Mientras caminaba, no podía dejar de pensar en la posibilidad de buscar un trabajo. Pero, ¿cómo lo haría? Mientras más creciera mi vientre, menos oportunidades tendría. Dudaba mucho que alguien quisiera contratar a una mujer embarazada de gemelos. Y para ser honesta, ni siquiera sabía por dónde empezar.
Justo entonces, mi celular vibró. Al ver el nombre en la pantalla, sonreí con alivio. Era la señora Guzmán. Contesté de inmediato.
—Hola, Antonella. ¿Cómo estás?
—¡Señora Guzmán! Qué alegría escucharla.
—Mi sobrino me comentó… Discúlpame, no le conté nada sobre tu embarazo.
—No se preocupe, de verdad. La que se siente culpable soy yo. Tengo tanta vergüenza con usted…
—No digas eso, cariño. Ese tipo… él parece rudo, pero no lo es. Se hace el duro, el malo, pero en el fondo no lo es.
—¿Se refiere al señor Dante?
—Sí, a él. Es un hombre marcado por la vida, Antonella. Se ha endurecido tanto que ahora se cree un ser de hielo. Déspota, arrogante, sin sentimientos… pero tranquila, ya hablé con él.
—¿En serio? —pregunté, sin poder evitar el asombro.
—Sí. Le dije que no querías dejar tu trabajo y él... bueno, aceptó. Dice que le preocupa tu embarazo porque supo que tienes amenaza de aborto, pero también me confesó que eras una excelente trabajadora.