Bajo la Sombra del Sheki

Capítulo 1

El estudio de Robert Harrington olía a cuero viejo, whisky barato y derrota. El olor a limón, tan penetrante en el resto de la mansión, aquí se rendía ante el hedor de las cuentas pendientes y los sueños podridos. Robert estaba de pie frente a la ventana, viendo caer la lluvia sobre los jardines descuidados, cuando el suave timbre de la entrada sonó. Se enderezó la corbata, bebió un último trago de whisky y se preparó para la venta más importante de su vida.

Sheikh Khalid Al-Fayed entró en la habitación como si el espacio se encogiera para acomodarse a su presencia. No llevaba la túnica tradicional, sino un traje italiano de un negro profundo que absorbía la escasa luz de la habitación, accentuando su altura y sus hombros anchos. Su porte era erguido, su mirada, serena e impasible, escaneó el estudio con una velocidad despiadada, evaluando cada grieta en el yeso, cada mueble deslucido, catalogando mentalmente la ruina del hombre que tenía frente a él.

—Sheikh Al-Fayed —anunció Robert con una voz que intentó ser firme pero que sonó áspera, servil—. Es un honor.

Khalid inclinó la cabeza levemente, un gesto de protocolo, no de cortesía. Sus ojos oscuros se posaron en Robert, fríos como el acero. —Harrington. Dispense mi directitud, pero mi tiempo es limitado. Hablemos de negocios.

Robert asintió con nerviosismo, indicando uno de los sillones. Khalid se sentó con una elegancia innate, cruzando una pierna sobre la otra. Robert se derrumbó en el sillón frente a él, como un muñeco de trapo.

—Como sabe —comenzó Robert, limpiándose las palmas sudorosas en los pantalones—, mi empresa ha pasado por… reveses temporales. Su oferta es, bueno, más que generosa.

—No es una oferta. Es una transacción —lo corrigió Khalid, su voz un susurro aterciadoramente calmado—. Usted tiene un activo que yo necesito. Yo tengo el capital que usted necesita. La logística es simple.

Robert se tragó en seco. Oírlo decirlo con t crudeza, incluso para él, fue un golpe. —Sí, claro. Mi hija, Emily. Es… es una joven dócil, educada. Discreta. Será la esposa decorativa que usted requiere.

Khalid no mostró emoción alguna. Sacó una carpeta de cuero fino de su maletín y la dejó sobre la mesa de centro, entre ellos. —El acuerdo está todo aquí. La cantidad, transferida en un solo pago a una cuenta en las Caimán a su nombre una vez se consuma el matrimonio. A cambio, yo me llevo a Emily Harrington. El matrimonio será irrevocable. Ella cortará toda relación con su vida anterior. Es un requisito no negociable.

Robert abrió la carpeta. Los números bailaron frente a sus ojos. Era más de lo que había imaginado. Suficiente para salvar no solo su empresa, sino para borrar toda evidencia de su incompetencia y empezar de cero. El miedo de su hija, su futuro, su libertad… todo quedaba reducido a ceros y unos en una hoja de papel.

—Es… es magnífico —murmuró, casi sin aliento—. Acepto, por supuesto.

—Firme en las páginas señaladas —indicó Khalid, tendiéndole una pluma de oro macizo.

La mano de Robert tembló levemente al estampar su firma en cada línea. Con cada trazo, vendía a su propia hija. Cuando terminó, dejó escapar un suspiro que era mitad alivio, mitad culpa ahogada por la avaricia.

—¿Y Emily? —preguntó Khalid, recogiendo el documento—. ¿Entiende los términos?

Robert hizo un gesto displicente.

—Ella hará lo que se le diga. No le quedará más remedio. Para lo único que ha servido siempre es para esto.

Por primera vez, algo crujió en la fachada de Khalid. Sus ojos, antes impasibles, se estrecharon casi imperceptiblemente. No era desagrado, sino una reevaluación rápida y fría del hombre que tenía delante. Vio la vileza, la cobardía. Y por un instante, una fracción de segundo, una chispa de algo que podría haber sido lástima por la mercancía que estaba comprando.

—Muy bien —dijo Khalid, poniéndose de pie de un movimiento fluido—. La boda será en tres meses. Envíele sus medidas a mi asistente. Se le proveerá un vestido. Espere mi llamada con los detalles.

Se dio la vuelta y salió del estudio sin dar la mano, sin una palabra de despedida. Robert se quedó solo, abrazando la carpeta contra su pecho, escuchando el ruido del motor del luxury sedan alejarse por el camino de grava.

Arriba, escondida tras la barandilla del descanso de la escalera, Emily se levantó del suelo de madera donde se había arrodillado, temblando. Cada palabra, cada una de las frases frías y calculadoras, habían atravesado la puerta entornada y le habían taladrado el alma.

No había sido una proposición. Había sido una sentencia.

Y su padre, el hombre que debería haberla protegido, había firmado su certificado de venta con una sonrisa de alivio.

El aroma a limón, agrio y penetrante, impregnaba cada rincón de la mansión de los Harrington, un fantasma olfativo que encubría el fracaso y la ambición desesperada de un hombre que había arruinado su propio imperio. Emily al escuchar aquello, recorría los pasillos con pasos silenciosos, cada inhalación una punzada de memoria.

—Huele a derrota, ¿verdad, Emily? —la voz áspera de su padre la detuvo en el umbral de la biblioteca—. A proyectos que se pudren y a deudas que hieden. Pero este olor… este cítrico barato… es todo lo que queda para enmascararla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.