Bajo la Sombra del Sheki

Capítulo 2

El ruido de la lluvia contra los cristales de la ventanilla del coche era un martilleo monótono que se sincronizaba con el latido acelerado del corazón de Emily. Sentada en la lujosa butaca de cuero del Bentley, observaba cómo el mundo que conocía los altos setos descuidados, la verja oxidada de la mansión Harrington se desvanecía en la neblina gris de la tarde. Un mundo que, a pesar de su decadencia, había sido el suyo. Ahora era solo un recuerdo amargo, la antesala de su nueva vida.

A su lado, Khalid Al-Fayed trabajaba en un delgado portátil de titanio, sus dedos moviéndose con rapidez y precisión sobre el teclado. El aura de poder que emanaba era casi tangible, llenando el espacio opresivo del coche. No le había dirigido la palabra desde que, con un gesto frío y protocolario, le había indicado que subiera al vehículo. Ella era una carga más, un paquete que había sido recogido y ahora era transportado a su destino.

Tras un viaje en avión privado tan silencioso y frío como el trayecto en coche, llegaron a su destino: un penthouse en la azotea de un rascacielos que dominaba la ciudad. Las paredes eran de cristal desde el suelo hasta el techo, mostrando una panorámica impresionante y deshumanizadora. Todo era líneas puras, acero pulido y decoración minimalista. No había un solo objeto personal, ningún libro descuidado, ningún cuadro torcido. Parecía la portada de una revista de lujo, no un hogar.

—Esta será su residencia —dijo Khalid por primera vez en horas, dejando su maletín sobre una mesa de cristal—. Sus habitaciones están al final del pasillo. Mi asistente, Leila, le mostrará todo lo que necesita. Estará aquí en una hora.

Emily se quedó de pie, sintiéndose fuera de lugar, como una mancha de polvo en un diamante perfecto.

—¿Y usted? —preguntó, y se sorprendió del sonido de su propia voz, áspera por el desuso y la tensión.

Khalid se volvió para mirarla, sus ojos oscuros escaneándola de nuevo, evaluando. No como a una persona, sino como a una posesión recién adquirida.

—Tengo negocios que atender. No me moleste a menos que sea estrictamente necesario.

Antes de que Emily pudiera articular otra palabra, él se dio la vuelta y desapareció tras una puerta, que se cerró con un clic suave pero definitivo. Se quedó completamente sola, rodeada de un lujo que más que confort, transmitía una fría hostilidad.

Los días siguientes fueron una lección exhaustiva en obediencia. Leila, una mujer de edad indeterminada con una expresión tan impasible como la de su jefe, se presentó puntualmente. Le mostró el penthouse, le explicó las normas: los horarios de las comidas (que Emily comería sola), los espacios a los que tenía acceso (todos excepto el ala este, que era el estudio de Khalid) y, lo más importante, le impartió un curso acelerado de protocolo.

—El Sheikh Al-Fayed es un hombre muy tradicional en el fondo, a pesar de su apariencia occidental —dijo Leila, con voz monocorde, mientras observaba cómo Emily practicaba una reverencia—. Espera discreción, elegancia y sumisión. Su opinión no se solicita. Su función es acompañar, sonreír y permanecer en silencio.

Cada regla era un nuevo clavo en el ataúd de su independencia. Por las noches, cenaba en una mesa absurdamente larga, con Khalid sentado en el extremo opuesto. Él comía en silencio, revisando documentos o mirando la pantalla de su teléfono. El sonido de los cubiertos sobre la fina porcelana era el único que rompía el tenso mutismo. Él nunca le preguntaba por su día, por sus pensamientos, por ella. Su presencia era apenas tolerada.

La gota que colmó el vaso cayó la tercera noche. Khalid había recibido una llamada y, tras hablar en árabe con voz cortante, colgó con un gesto de evidente fastidio. Sus ojos se posaron en Emily, que intentaba pasar desapercibida.

—Mañana por la noche hay una recepción en la embajada —anunció, sin preámbulos—. Leila le ha preparado un vestido. Esté lista a las ocho en punto. No me haga esperar.

Algo dentro de Emily se quebró. La sumisión, el miedo, la sensación de ser un mueble más… todo se convirtió en una rabia pura y ardiente que le nubló la vista.

—¿Y si no quiero ir? —dijo, y la pregunta sonó en la estancia como un disparo.

Khalid se quedó completamente quieto. Lentamente, bajó el teléfono y la miró. Realmente la miró, por primera vez, como si acabara de darse cuenta de que tenía boca y podía usarla para algo más que sonreír.

—¿Disculpe?

—He dicho, ¿y si no quiero ir? —repitió Emily, levantándose. Sus manos temblaban, pero su voz ganó firmeza—. No soy un accesorio que se saca a pasear cuando a usted se le antoja. No quiero ir a su recepción. No quiero usar el vestido que Leila ha elegido. No quiero estar aquí.

Khalid se levantó también, y su estatura fue de pronto intimidante. Se acercó a ella con pasos lentos y deliberados, hasta que estuv o tan cerca que pudo ver el destello de ira contenida en sus ojos oscuros.

—Parece que hay una confusión que debo aclarar —dijo, y su voz era un susurro peligroso, tan calmado que resultaba aterrador—. Usted no está aquí para querer. Está aquí para obedecer. Usted fue adquirida, señorita Harrington. Su padre me vendió, yo compré. El contrato es muy claro. Su voluntad es irrelevante.

—¡Soy una persona, no un objeto de su maldita colección! —gritó Emily, empujada por una desesperación que le hizo olvidar el miedo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.