Bajo las estrellas

¡¡¡Mamá!!!

Sentí como si un balde de agua fría me cayera encima.

—¿Qué? —pregunté, muy extrañado.

Ella solo me miró y dijo:

—¿Sabe? No soy fanática del boxeo… ¿por qué querría una foto suya?

Sentí que las orejas se me encendían de vergüenza.

—¿Cómo te llamas… eh?

—Me llamo Aurora —contestó, con expresión neutral.

—Aurora… —repetí, queriendo saber cómo se sentiría ese nombre en mis labios.

—Sí, Aurora. ¿Acaso no fui clara? —preguntó ella, un tanto confundida.

—¡Sí, sí, sí, te escuché! —le respondí, alzando la mano con fastidio mientras la movía en el aire, como quien quiere cortar de tajo una conversación incómoda—. Ya basta...

Entonces levanté la mirada... y mis ojos se encontraron con los suyos.

Negros.

Tan negros y profundos que, por un instante, sentí un escalofrío recorrerme la espalda, como si algo helado se hubiera colado entre mis huesos.

—¿Cuántos años tienes, Aurora? —pregunté, apenas en un susurro, como si su nombre tuviera un peso que no había previsto.

Justo cuando ella separó los labios para responderme, sentí una mano posarse sobre mi hombro derecho. Me giré, y ahí estaba Mauricio, sonriendo como siempre.

—Ey, amigo, ya vámonos. Todos están levantando sus cosas, el evento terminó —dijo con ese tono despreocupado tan suyo.

—Sí, claro… solo dame un momento —respondí algo apresurado. Pero cuando volví la vista hacia Aurora… ya no estaba.

Apreté los puños, frustrado. Luego miré a Mauricio y murmuré con sarcasmo:

—Recuérdame que compre veneno para ratas… y a ti te compre un café.

Mauricio rió, aunque poco a poco su risa se apagó al darse cuenta de lo que acababa de insinuar. Me miró a los ojos y, con una mueca fingida de dolor, dijo:

—Algún día me voy a ir… y me vas a extrañar.

Se dio media vuelta, fingiendo estar ofendido comenzó a caminar. Yo lo seguí de cerca, murmurando entre dientes:

—Ay sí, cómo no perdóneme usted delicada flor.

Pasaron semanas sin que volviera a ver a Aurora… pero la condenada mocosa no salía de mi cabeza. Se había instalado ahí como una canción pegajosa que no puedes dejar de tararear, aunque no quieras.

Una tarde, después de entrenar como loco, llegué a casa sudando y jadeando, tras correr desde el gimnasio hasta mi hogar. Al entrar, todo estaba oscuro, como de costumbre. Pero entonces, de la nada, escuché una voz:

—Hola, Gus —dijo una voz dulce.

Di un pequeño salto del susto y solté un grito ahogado. Esa voz… me sonaba familiar. Me giré rápidamente y ahí estaba...

—¡¡Mamá!! —grité, corriendo hacia ella para abrazarla. La levanté entre mis brazos mientras ella me golpeaba el pecho con sus manos, en esos suaves manotazos llenos de cariño.

—¡Bájame, Chamacho baboso! Me vas a romper los huesos —reclamó, aunque con una sonrisa.

Reí y la dejé en el suelo con cuidado.

—¿A qué se debe tu visita? —pregunté curioso.

—Tengo algo muy importante que decirte —respondió, con una seriedad que me hizo detenerme en seco.



#3167 en Novela romántica

En el texto hay: boxeo, medicina, sentimental

Editado: 13.09.2025

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