Bajo las estrellas

Costumbre

El silencio en la habitación se mantuvo por unos segundos, tan denso que sentí que dejaba de respirar. No me atreví a mirar a Aurora, pero aun así reuní el valor para bromear:

—Querrás decir que yo me veo bonito, Aurora… bueno, ella se ve curiosa.

Aurora rodó los ojos y me miró con sarcasmo antes de hablar:

—Sí, claro, tú te ves fantástico, casi perfecto.

Tragué saliva, tenso, y respondí con una sonrisa forzada:

—Por supuesto, yo siempre.

Crucé los brazos mientras la observaba. Ella simplemente me sonrió. Su rostro se iluminó de una forma que me dejó sin palabras. Era la primera vez que me dedicaba una sonrisa... Si ya se veía linda cuando se enojaba, así… así era preciosa.

—Ya vámonos. Doña Ceci tiene que descansar —dijo mientras ayudaba a mi abuela a acomodar la almohada. Luego levantó la mirada hacia mí—. Y con alguien tan molesto como tú, no podrá hacerlo.

Sus palabras me sacaron de mi trance, recordándome quién era en realidad Aurora: una pequeña hormiga fastidiosa.

—Sabes, eres un fastidio —le solté, sin pensarlo demasiado.

—Lo mismo digo —respondió ella sin dudar.

Ambos nos sonreímos, con esas sonrisas tan hipócritas que hasta un niño notaría lo mal que nos llevábamos. Me agaché para darle un beso en la frente a mi abuela como despedida.

—Buenas noches, abuelita. Que descanse. La quiero mucho —le dije con cariño.

Ella me acarició la mejilla y me dio un beso suave en la cabeza.

—Ve a dormir ya, hijito. Necesitas descansar para mantenerte tan fuerte como hasta ahora.
Asentí, me incorporé y comencé a caminar hacia la puerta.

—Hasta mañana, doña Ceci —escuché que dijo Aurora, seguida por el sonido de sus pasos detrás de mí. Le abrí la puerta y la sostuve para que pasara, y así salimos juntos de la habitación.

Nos quedamos parados unos segundos en silencio. ¿Por qué se sentía tan raro estar a solas con ella?
La miré de reojo.

—Bueno… —me aclaré la garganta—. Buenas noches, que… que descanses.

Ella me miró un momento antes de responder:

—Lo mismo digo… —jugó un poco con los pies, como dudando, antes de girarse y caminar hasta su habitación. Entró sin más.

Me quedé parado en el mismo lugar, mirando hacia su puerta. ¿Por qué? No lo sé.
Después de unos segundos, caminé hasta mi cuarto. Me di una ducha, luego fui al armario a buscar mi pijama mientras revisaba el teléfono. Cuando ya estaba vestido, me dejé caer en la cama, agotado por todo lo que había pasado en el día.
Ahora vivía con una chica que no conocía del todo… y lo peor era que, al parecer, yo le desagradaba. Pero no podía hacer nada mi abuela la quería.
Mi abuela siempre ha sido una mujer muy necia; no cambiaría de opinión aunque yo intentara convencerla.
Pero también ha sido siempre muy cariñosa conmigo. No me negaría a complacerla en algo que estuviera a mi alcance. Traté de no darle muchas vueltas al asunto… y sin darme cuenta, me quedé dormido.

Abrí los ojos cuando sonó mi alarma. De mala gana me levanté: eran las 5:00 a. m., pero tenía que entrenar.
Usualmente lo hacía por las tardes, pero hoy tenía la agenda saturada, así que me tocaba madrugar. Esto me pasa a menudo en mi trabajo. Después de una ducha con agua muy helada —el único remedio para espantar el sueño— me vestí con unos pantalones holgados de tela suave y una sudadera. Salí de mi habitación directo a la cocina, con la esperanza de prepararme un café antes de salir.

Pero algo me detuvo en seco.

Las luces estaban encendidas.

Fruncí el ceño. Mi madre solía levantarse a las siete en punto, y aún faltaban casi dos horas para eso. Avancé en silencio, los sentidos alerta, y al entrar a la cocina distinguí una silueta cerca de la estufa. —¿Quién carajo anda ahí? —solté de golpe, alzando la voz más de lo necesario.

Antes de que pudiera reaccionar, unas manos suaves cubrieron mi boca. Actué por reflejo, sujetando la cintura del intruso con fuerza, listo para lanzarlo al suelo... hasta que el perfume me golpeó. Me congelé. Aurora.
Me sentí estúpido. Claro, ella. Me había olvidado por completo de su existencia. Mi cuerpo seguía tenso, pero ya no por la amenaza.

—No grites —susurró ella, retirando sus manos de mi boca—. Tu madre y tu abuela siguen dormidas. ¿Siempre eres tan escandaloso en las mañanas?

—¿Qué carajo haces despierta tan temprano? —espeté, aún irritado pero más conmigo que con ella.

—Doña Ceci necesita tomar unas pastillas a las 4:30. Me levanté a dárselas, pero ya no pude dormir. Tu madre me dijo que podía usar la cocina cuando quisiera, así que vine a prepararme un té —señaló hacia una taza en la barra—. Pero si te molesta, no lo vuelvo a hacer.

—No me molesta —negué con la cabeza, aún algo aturdido—. Solo me asustaste. No estoy acostumbrado a ver a nadie despierto a esta hora.

Ella rió por lo bajo. Una risa suave, tibia, que se coló bajo mi piel.

—Perdón, no era mi intención.
Otra vez esa sonrisa. La odiaba… porque me gustaba demasiado. La miré a los ojos, y ella me sostuvo la mirada. Un silencio extraño nos envolvió. Algo me apretó el pecho, como si me faltara el aire.¿ Estaba teniendo un infarto?

—¿Podrías soltarme? —murmuró de pronto, y tardé un par de segundos en comprender a qué se refería.

Aún la sujetaba por la cintura.

La solté como si me hubiera quemado.

—Sí... claro —dije, apartándome con torpeza mientras pasaba una mano por mi nuca.

—Gracias —respondió ella, visiblemente nerviosa, y caminó hacia la estufa.

La observé en silencio un momento, hasta que intenté relajar la tensión con una pregunta cualquiera.

—¿Y por qué tomas té en lugar de café?

—No soy muy fan del café —respondió sin girarse—. Me pone nerviosa. No me malinterpretes, lo tomo a veces, pero prefiero algo más suave.

—Ya veo. A mí me encanta. Me ayuda con el trabajo —me senté en uno de los taburetes, sin dejar de observarla.



#3167 en Novela romántica

En el texto hay: boxeo, medicina, sentimental

Editado: 13.09.2025

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