13 de enero de 2025
Pasaron algunos días desde la última vez que vi a Magnus desde nuestro encuentro en la cocina todos los días le dejaba una taza de café hecha pero no lo esperaba para volver a hablar pues tampoco quería conectarme tanto con él.Hoy después de un día agotador en la escuela —donde no dejaban de hacerme preguntas por estar trabajando en casa de Magnus— regresé en autobús a la casa que ahora debía llamar “hogar”. Al entrar, sacudí mis zapatos en la entrada y caminé hacia la sala de estar. Allí me esperaba doña Amy, como siempre, con su sonrisa cálida.
—Llegaste, querida —dijo con amabilidad, mientras tomaba su bolso con prisa.
—Sí, perdone la demora… aún me cuesta un poco llegar, no me acostumbro a estas rutas —admití, algo apenada.
—No te preocupes, linda. No sabes cuánto te agradezco que estés aquí. Por favor, cuida bien de mi madre —pidió antes de marcharse rápidamente.
—Claro… —susurré, sabiendo que ya no me escucharía, pero igual lo dije.
Miré a mi alrededor. La casa estaba sumida en un silencio profundo. Caminé hasta la habitación de doña Ceci y la encontré en su mecedora, tejiendo. Al verme, levantó la vista y sonrió.
—Ya llegaste, te…
Me acerqué a ella con pasos suaves.
—Sí, ya llegué —dije mientras dejaba mi mochila junto a la puerta.
—¿Cómo estuvo su día, eh? ¿se la paso bien?
Ella suspiró.
—Pues te diré… sigo con vida, pero muy aburrida.
Sonreí con ternura.
—Sí, lo sé… esta casa es muy silenciosa.
Entonces se me ocurrió algo para animarla.
—¿Quiere que pongamos algo de música?
Sus ojos se iluminaron.
—Sí, pon una canción que me recuerda a mi viejito.
Me pareció curioso ese comentario, así que pregunté:
—¿Su viejito?
Asintió, con una sonrisa melancólica.
—Sí… mi marido. Mi gran y único amor.
Su rostro se transformó. Se llenó de una dulzura tan intensa que aún parecía amarlo como el primer día.
—Quiero que pongas “Ojitos verdes” del dueto Las Palomas.
Asentí y encendí una pequeña bocina que había en la habitación. La conecté a mi teléfono y busqué la canción.
—¿Es esa? —pregunté.
Doña Ceci asintió con una sonrisa suave y sutil, de esas que se sienten en el alma. Me acerqué y me senté en la orilla de la cama mientras ella tarareaba la melodía. De pronto, noté cómo unas lágrimas caían por sus mejillas.
—Doña Ceci… no llore, por favor. No esté triste. Sus lágrimas me taladran el corazón.
Sentí cómo su emoción me invadía a mí también con una fuerza inesperada.
—No lloro de tristeza, mi niña —dijo con la voz quebrada—. Lloro de alegría… al acordarme de él.
Se tomó un momento antes de continuar.
—Aurora… cuando ames a alguien, y esa persona te ame con la misma intensidad, no lo dejes ir. Yo… yo aún amo a mi viejito, aunque ya no esté aquí. Porque nuestro amor traspasa la muerte. Porque nos amamos con fuerza, y jamás lo olvidaré … jamás lo hare.
Se limpió las lágrimas con cuidado, y luego sonrió.
—Por eso, el mejor consejo que puede darte esta vieja… es que aprecies cada momento con aquellos a quienes amas.
Fue entonces cuando lo comprendí: yo solo había visto su tristeza, pero no su pasión.
Y en ese momento, dentro de mí, despertó algo.
Un deseo.
El deseo de vivir un amor así. Un amor tan profundo… tan real… tan eterno. La voz de doña Ceci me sacó de mis pensamientos.
—Sabes, Aurora… agradezco tu compañía más que nada. Y no es porque mi nieto o mi hija me traten mal, no. Es solo que tú… tú me haces sentir viva.
Sus ojos eran profundos, llenos de esas emociones que solo se descubren con los años.
—Es que tú, mi niña, me recuerdas tanto a mí. En tus actitudes, en tu manera de actuar. Cada vez que te tengo cerca, puedo sentir tu amor. Y eso es lo que importa… amor. Tú no me cuidas como lo hacen mi hija o Gus. Tú no estás aquí por obligación o por lástima y ellos tampoco pero al final no puedo evitar querer un afecto de alguien que no es de mi sangre. Tú me acompañas no me tratas como una inútil . Me tienes afecto… cariño. Y eso es justo lo que alguien como yo necesita. Los viejos no queremos lástima, queremos humanidad. Queremos sentirnos valorados. Y tú me das eso. Gracias, mi niña. Muchas gracias.
—De nada —murmuré, con una sonrisa que mi corazón empujó hasta mi rostro por la dulzura de sus palabras.