13 de febrero de 2025 - 10:30 p.m.
Después del arrebato de ira que tuve ayer frente a las tres mujeres más importantes de mi vida, huí de ellas como un cobarde... como un completo imbécil. Me refugié en la casa de Mauricio y no quise salir de allí, ni siquiera a entrenar.
¿Lo malo? Que todo había sido mi culpa.
¿Y lo peor? Que ahora estaba tirado en su sofá, casi borracho, rompiendo una de las promesas más importantes que alguna vez me hice a mí mismo. Patético... eso era yo.
La puerta del departamento se abrió tras el leve tintineo de unas llaves y pasos apagados en el pasillo. Levanté la vista y me encontré con la mirada dura de Mauricio. No era enojo... era decepción. Y eso dolía mucho más.
-¿Es en serio? ¿Estás borracho? -preguntó, acercándose a mí con un suspiro cansado.
-Solo necesitaba... ghip... relajarme -balbuceé, interrumpido por un hipo torpe, producto de mi nula costumbre al alcohol.
-Sabes que tu madre estaría muy decepcionada si te viera ahora -dijo, sentándose al borde del sillón.
-Lo sé... no tienes que recordármelo -tragué saliva y me acomodé boca arriba, mirando el techo. Entonces sonó mi teléfono. Lo tomé con manos pesadas y vi el nombre en la pantalla: "Mi bonita". Aurora otra vez. Me había estado llamando, pero yo... no me atrevía a contestar.
-¿No piensas contestar? -preguntó Mauricio. Negué con la cabeza.
-Hoy fue a buscarte al gimnasio. Se veía preocupada. Me costó mucho no decirle que estabas aquí. -Su tono cargaba un peso que solo aumentaba mi culpa.
-Lo suponía... -murmuré con amargura-. Sabía que ella haría eso, por eso no me presenté.
-¿Tan enojado estás con ella? -encendió un cigarrillo y me miró con confusión.
-No... no estoy enojado -me incorporé, pasándome una mano por el cabello-. Estoy avergonzado. Me da miedo volver a verla después de lo que hice. Actué tan mal... -bajé la mirada y di otro trago de whisky. El silencio reinó unos minutos.
-Magnus, eres humano, cometes errores. Y parece que ella lo entiende. No la cagues por algo tan tonto. Discúlpate con ella. Mañana es San Valentín... llévale flores, háblenlo, arreglen las cosas. No dejes que pase algo de lo que después te arrepientas.
Me quedé callado. Pero tenía razón. Por primera vez, la tenía.
Una sonrisa cansada se me escapó. Mauricio y yo éramos amigos desde hace años; siempre hablábamos de mujeres, pero nunca de esta manera. Esa noche seguimos bebiendo, tanto que ni siquiera recuerdo a qué hora nos venció el sueño.
14 de febrero de 2025 - 11:20 a.m.
Me desperté cerca de las nueve con una resaca horrible, al igual que Mauricio. Compartimos un café negro que odié porque estaba demasiado amargo, y después nos fuimos a trabajar. Fue un suplicio cumplir con el horario; cada golpe de la rutina hacía que mi cabeza pareciera a punto de estallar. Aun así, no dejaba de mirar la entrada del edificio, rogando en silencio que Aurora cruzara esas puertas. Pero no pasó. Tampoco llamó. Y eso me dolía más de lo que quería admitir, porque necesitaba escuchar su voz... pero, aunque me moría de ganas, no tenía el valor de buscarla.
Horas más tarde, al terminar mis labores, me di una ducha rápida y me puse un pants negro con una sudadera blanca que Mauricio me prestó. Según él, parecía una princesa fugitiva que había escapado olvidando su ropa sin duda disfrutaba burlarse de mi.
Salí a la calle con mascarilla y capucha puesta; no había llevado mi coche, así que me tocaba caminar. El aire estaba impregnado de un ambiente extraño: parejas de la mano, sonrisas, flores, besos robados en cada esquina. Todo me parecía una cursilería... hasta que recordé que yo también tenía a alguien a quien amar.
Fue entonces cuando la vi: una florería al otro lado de la calle. Dudé unos segundos, pero terminé por cruzar. Al entrar, me acerqué al mostrador.
-Buenas tardes... ¿podría prepararme tres ramos? Uno de violetas, otro de camelias y el último de gerberas -pedí, mientras recorría con la mirada el lugar. Al volver la vista, noté que la dependienta me observaba con extrañeza, casi con desprecio.
-Son para mi abuela, mi madre y... mi novia -aclaré, pensando que había malinterpretado algo. Y sí, porque de inmediato su expresión cambió a una sonrisa ligera antes de irse a preparar el pedido.
Esperé unos minutos hasta que regresó.
-Aquí tiene. Serían mil cuatrocientos pesos -dijo.
Pagué con mi tarjeta y salí a la banqueta. Un taxi libre se detuvo frente a mí casi de inmediato; lo tomé como una señal de suerte. Apenas me acomodaba en el asiento cuando mi teléfono sonó. Lo saqué de prisa, casi se me resbaló de las manos. La pantalla decía mamá.
-Hola, mamá, ya voy para la casa, no te preocu... -pero me interrumpió una voz que no era la de ella. La reconocí al instante.
-Magnus... -Aurora lloraba al otro lado de la línea-. La abuela está muy grave... quiere verte. Ven rápido, estamos en el hospital Luz de Esperanza. No tardes... -su voz se quebró.
El cuerpo se me erizó y la garganta se me cerró. Apenas pude murmurar:
-Voy para allá.
Colgué mientras el aire se negaba a entrar en mis pulmones.
-¡Por favor, al hospital Luz de Esperanza! ¡Dese prisa, se lo suplico! -le pedí al chofer con desesperación.
El pecho me pesaba, el dolor me oprimía, y las lágrimas amenazaban con salir. La imagen me torturaba: ¿y si lo último que había hecho con ella era gritarle? Apoyé la frente contra la ventana, viendo pasar el camino con una angustia que no me dejaba respirar. Todos reían y vivían su día, ajenos al peso que llevaba en el corazón.
En esos momentos empeze a comprender que mi miedo no estaba en lo que yo recordaría de la abuela , sino en la desesperación de no poder decirle una vez más cuánto la amaba, de no poder entregarle ese último ramo de flores que guardaba para ella, como un susurro de amor que se perdería con su partida.