Apenas el taxi se detuvo frente al hospital, pagué apresurado y corrí hacia adentro con el alma en un hilo. Sentía un dolor extraño instalándose en mi pecho, un presentimiento de esos que uno desearía no tener jamás.
En cuanto las puertas se abrieron, vi a Aurora. Nuestros ojos se encontraron en un silencio que ya lo decía todo. Ella tomó mi mano, y caminamos con pasos pesados hacia una habitación. Me quedé paralizado en la entrada.
—Magnus… sé que duele, pero no podemos dejarla sola —dijo Aurora con un nudo en la garganta que parecía ahogarla poco a poco.
—No puedo… —susurré, apenas audible—. Tengo miedo… aún no estoy listo… no puedo simplemente aceptarlo… —mi voz se quebró.
—Nunca lo estamos, nadie lo está. Pero ahora… ahora tenemos que ser el apoyo que ella fue para nosotros, estando a su lado —apretó con fuerza mi mano. Aurora estaba siendo tan valiente… había tanto dolor y tanto amor en su mirada, que gracias a ella me atreví.
Abrí la puerta. Allí, sobre una cama, con apenas un soplo de vida en el rostro, estaba mi abuela. No pude evitarlo: como un niño corrí hacia ella y me dejé caer en su regazo, igual que cuando era pequeño y buscaba refugio en sus brazos.
—Por favor, no te vayas… te lo ruego. Te prometo que no volveré a portarme mal contigo —solloce, incapaz de ser fuerte. Levanté el ramo de violetas que llevaba en las manos, mientras temblaba—. Mira… te traje tus flores favoritas para disculparme. Puedo comprarte más, todas las que quieras… pero por favor no me dejes.
Sentí sus brazos rodearme con debilidad, su mano acariciando mi cabello como antes.
—Estoy ya muy vieja… viví suficiente —susurró, con una voz tan suave como la seda, apenas sostenida por el aliento. Tomó las flores y las colocó sobre su pecho—. Claro que me hubiera gustado verte crecer más, verte formar una familia… pero no se pudo. —Sonrió con fragilidad—. Mi niño, aunque ya no esté, no estarás solo, te lo aseguro…
Volteó hacia Aurora y mi madre, que se acercaron lentamente. Tomó sus manos y dijo con un leve asentimiento:
—No sufran por mí… yo estaré bien.
—Gus, mi niño… ¿qué día es hoy? —preguntó de pronto.
—Es 14 de febrero, abuela —respondí entre lágrimas.
—Lo sabía… —rió bajito—. Ya debo irme. Tu abuelo me debe estar esperando… lo he hecho esperar demasiado.
Y entonces, tan fugaz como una estrella que se apaga en la noche, dejó escapar un suspiro. El sonido de la máquina junto a su cama marcó el final.
Todos llorábamos en silencio, como si hasta el aire pudiera herirla, como si nuestras propias voces pudieran quebrar lo poco que quedaba de ella en esta tierra. Con las fuerzas hechas pedazos, me levanté apenas para abrazarlas; ahora éramos tres contra el vacío que nos dejó.
11:30 p. m.
La funeraria olía a flores frescas y a tristeza rancia. Mi madre no se despegaba del ataúd, aferrada a la madera como si al hacerlo pudiera retenerla. Al final nuestro dolor era diferente yo había perdido a mi abuela… pero ella había perdido a la mujer que la trajo al mundo.
Me refugié en una banca, solo, queriendo desaparecer entre las sombras. No soportaba la cercanía de nadie, y aun así mis ojos se empeñaban en observar. Aurora se movía con delicadeza por el lugar, cargando con un peso que yo no podía ni sostener. Ella era la única que parecía sostenerme, incluso sin saberlo.
De pronto, la puerta se abrió. Sarain entraba junto a su padre. El corazón me dio un vuelco. Me puse de pie, como arrastrado por una fuerza que no comprendía. Aurora lo notó, y caminó detrás de mí, hasta quedarse firme a mi lado, como un escudo silencioso.
Marcos nos saludó con respeto, y al rodearme con un breve abrazo, murmuró con voz quebrada:
—Lo siento mucho, hijo… la vamos a extrañar.
Asentí, tragándome el nudo en la garganta.
—Gracias… créame que lo sé.
Mis ojos buscaron a Sarain.
—Creí que no vendrías.
Él me sostuvo la mirada. Y entonces dijo, con una calma que dolía más que un grito:
—¿Cómo no hacerlo? ¿Se te olvida que, en algún momento… también fue mi abuela?