Bajo las estrellas

Aurora: El último hilo

La muerte de la abuela nos golpeó como un trueno en pleno día soleado: inesperada, repentina, casi injusta. Ni siquiera estaba realmente enferma, y tal vez por eso el golpe fue más cruel.

14 de febrero – 1:30 p. m.
Estábamos juntas en la sala, ella con sus agujas y yo peleándome torpemente con un ovillo de estambre. Era ya el tercer intento por tejer el gorro que le había prometido a Magnus, y aunque mis dedos parecían enemigos de la lana, me negaba a rendirme.
Fue entonces cuando, en medio de aquel silencio cotidiano, la abuela susurró unas palabras que me hicieron estremecer:

—¿Será que esta vez… hoy lo volveré a ver?

—¿Ver a quién, abuela? —pregunté desconcertada.

Ella simplemente sonrió con ternura, negó suavemente con la cabeza y murmuró:

—A nadie, mi niña… solo pensaba en voz alta.

Volvió a concentrarse en su tejido, como si nada hubiera ocurrido.

2:20 p. m.
Una hora después, ya no estaba. Así, sin aviso, sin despedida. Se fue dejando un vacío imposible de llenar. Me costaba aceptar que se había marchado, porque, aunque no compartíamos sangre, yo la sentía mía, como si estuviéramos unidas desde siempre. No conocí a mi abuela materna; murió mucho antes de que yo llegara al mundo. Tampoco tuve un padre, ni a su familia. Por eso, doña Ceci se convirtió en ese refugio que me hacía sentir que sí pertenecía a alguien. Y ahora… ya no estaba.

El dolor me apretaba el pecho, pero sabía que el mío no podía compararse al de Magnus y su madre. Por eso reuní fuerzas y me encargué de los arreglos, intentando sostener lo que otros no podían.

9:30 p. m. – Funeraria
El cuerpo de la abuela descansaba en su última noche entre nosotros. Yo caminaba de un lado a otro, atenta a los asistentes, mientras la señora Amanda no se apartaba del ataúd, prisionera de su dolor. No podía culparla. Era comprensible.
Mi mirada se detuvo en Magnus, sentado en silencio en una banca, perdido en sus pensamientos. Su mutismo no era extraño, pero esta vez dolía más, porque no eran heridas visibles lo que lo quebraba… eran las del alma, esas que nadie sabe cómo curar.

De pronto se levantó y caminó hacia la entrada. Lo seguí, porque dejarlo solo no era una opción. Así fue como recibimos a Sarain y a su padre. Me sorprendió verlos allí, aunque pronto recordé que doña Ceci había sido amiga cercana de su familia. Saludé con cortesía y traté de ocuparme de lo necesario, hasta que las palabras de Sarain me atravesaron como un cuchillo:

—¿Cómo no venir? ¿Se te olvida que, en algún momento… también fue mi abuela?

Me quedé helada. ¿De qué hablaba? Su madre había muerto cuando él apenas tenía cinco años. Amanda, la madre de Magnus, era hija única. Nada de lo que decía tenía sentido.

La incomodidad se instaló en el aire, hasta que el padre de Sarain llevó a Magnus consigo. Entonces tomé a Sarain de la mano y lo aparté hacia la terraza.

—¿A qué te refieres con eso? ¿Cómo que también fue tu abuela? —pregunté, confundida y con un dejo de ansiedad.

—Lo que escuchaste. Tal vez te parezca imposible… pero no lo es —respondió con calma.

—Explícate —exigí, con un nudo en la garganta.

—El nombre completo de Magnus es Magnus Alessandro Ramos Herrera.

Lo miré sin comprender.

—¿Quieres decir que son primos?

Él negó con firmeza.

—Hermanos. —Se dejó caer en una banca, como si soltar aquella palabra le pesara demasiado—. Aurora, Magnus y yo somos hermanos.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.

—¿Qué? —alcancé a murmurar.

—Bueno… al menos hermanos políticos —aclaró con cierta dureza—. La señora Amanda, madre de Magnus, estuvo casada con mi padre cuando lo adoptaron. Por eso Cecilia también fue mi abuela, aunque solo por un tiempo. Luego vino el divorcio y todo cambió.

Alzó la mirada hacia mí, con una seriedad que me heló la sangre.

—Aurora, vine aquí no solo a despedirme de Cecilia… vine a pedirte que te apartes de Magnus.

Tensé mi cuerpo, todavía en shock por lo que acababa de escuchar decir.

—¿Por qué me dices eso? ¿Por qué ahora? —pregunté, con la voz temblorosa.

Sarain me miró directo, con una seriedad que me puso nerviosa casi de inmediato.

—Quiero que te alejes de él. Cecilia ya no está… y tú no deberías seguir viéndote con Magnus pues nada los une ahora.

Tragué saliva con dificultad, el nudo en la garganta no me dejaba hablar.

—No… claro que no. Magnus y yo somos novios, lo sabes. No pienso dejarlo.

Él tomó mi mano despacio. Ese gesto, en lugar de darme calma, me incomodó muchísimo cosa que nunca me había pasado con él.

—Aurora… me gustas desde hace mucho. Solo quiero lo mejor para ti. Y créeme… él no lo es.

Me quedé quieta, confundida. Aparté mi mano enseguida, como si su tacto me quemara.

—Basta, no hagas esto. Tú y yo siempre hemos sido amigos y eso no va a cambiar. —Me levanté, con la intención de alejarme lo más rápido posible.

Pero sus siguientes palabras me frenaron en seco.

—Magnus intentó matarme cuando éramos niños.- Pronuncio con firmeza.

Sentí que el aire me faltaba. Me quedé paralizada, sin saber qué pensar o hacer.

—Por eso es peligroso —añadió, seguro de lo que decía.

No respondí. Pasaron unos segundos eternos en silencio en los que pensé que tal vez sus palabras eran un intento de manipulación. Al final respiré hondo y caminé hacia la funeraria. Cada paso me costaba, con la cabeza hecha un lío.

Entonces lo vi y me senté a su lado. Magnus seguía callado, con la mirada perdida en su propio dolor. Recargué mi cabeza en su hombro y apreté su mano fuerte, como si así pudiera aferrarme a él y dejar de pensar en todo lo demás.

Él giró un poco hacia mí, con los ojos cansados, llenos de tristeza.

—Bonita… ¿estás bien? —preguntó en voz baja.

A lo que yo solo asentí, sin poder hablar.



#3167 en Novela romántica

En el texto hay: boxeo, medicina, sentimental

Editado: 13.09.2025

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